Secretos, urgencias y errores: la historia detrás del estudio de hidroxicloroquina que obligó a la OMS a rectificarse
Matías Loewy Forbes Staff
Matías Loewy Forbes Staff
Hace unos 12 días, Pedro Politi, exprofesor adjunto de Farmacología en la Facultad de Medicina de la UBA, recibió el mail inesperado de un colega del exterior. Un grupo de clínicos, investigadores y bioeticistas, liderados por James Watson, un joven estadístico de un instituto de enfermedades tropicales en Tailandia, estaba juntando firmas en todo el mundo para plantear serias sospechas sobre la calidad e integridad de un estudio sobre hidroxicloroquina que acababa de publicarse en The Lancet, considerada una de los dos revistas médicas más antiguas y respetadas.
El trabajo, basado en la observación de casi 100.000 pacientes en cinco continentes y con el soporte de inteligencia artificial para procesar Big Data, había pasado (por supuesto) el filtro de la revisión por pares y tuvo gran repercusión en los medios: el viejo antimalárico que promovía Donald Trump no solo no parecía ayudar a los pacientes con COVID-19, sino que aumentaba su riesgo de muerte por los efectos adversos cardiovasculares. Tanto impacto tuvo, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió suspender el 27 de mayo la investigación con la droga dentro del megaensayo clínico Solidarity que patrocina en varios países.
Pero algo olía mal en el trabajo y en otro publicado por varios de los mismos autores a comienzos de mayo en The New England Journal of Medicine (NEJM), sobre la inexistencia de relación entre el uso de ciertos antihipertensivos y la mortalidad en COVID-19. “Había problemas de consistencia”, dice Politi a Forbes, quien ese mismo día se puso a examinar los detalles de ambos estudios y las observaciones que se planteaban. Por ejemplo, problemas en el ajuste por factores que pueden confundir el análisis (como la severidad de los síntomas de quienes recibían o no hidroxicloroquina); la inexistencia de información precisa sobre los hospitales y países que contribuyeron con los datos; la falta de revisión ética; los datos excesivos de muertes por COVID-19 en Australia respecto de los registros oficiales; el uso en Estados Unidos de dosis más altas de lo que recomendaban las autoridades; curvas de mortalidad en función de la edad que subían de manera lineal en lugar de exponencial; y medidas de dispersión de los datos muy acotadas, con poca variabilidad, “como si hubieran salido de la misma fábrica”, plantea Politi, quien es oncólogo pero tiene amplia experiencia en investigación clínica.
Politi no tuvo dudas y sumó su firma, el único desde Argentina. Más de 200 colegas hicieron lo mismo. “Se hizo todo muy rápido”, confía. La carta abierta a los autores del estudio y a los editores de The Lancet, manifestado “preocupación” por el análisis estadístico y la integridad de los datos, fue enviada el 28 de mayo. Otros científicos sumaron reparos públicos a través de las redes sociales. La siguiente carta de Watson y sus colegas a NEJM fue enviada el 2 de junio.
El final de la historia se conoce. Las revistas recogieron el guante, solicitaron información adicional a los autores y, cuando no se pudo conseguir, procedieron a “retractar” casi en simultáneo ambos estudios el miércoles 3, algo que también solicitaron tres de los cuatro investigadores porque dejaron de confiar en la veracidad de los datos.
Para James Heathers, psicofisiólogo de la Universidad Northeastern, en Boston, Estados Unidos, la retractación de The Lancet es una de las mayores de la historia moderna. “Las consecuencias son extremas”, escribió en The Guardian. “Los artículos como el que hoy se retractó determina cómo la gente vive o muere mañana. Afectan qué medicamentos se recomiendan, qué tratamientos están disponibles y cómo se llega a ellos más rápido”.
El mismo miércoles 3, la OMS resolvió reanudar los estudios que ponen a prueba la hidroxicloroquina en pacientes con COVID-19. “No estamos diciendo que esa droga sea buena o mala. Lo que queremos es que se sepa bien (sus beneficios y riesgos), que la investigación sea transparente y que los datos tengan la mayor calidad científica, porque hay mucho en juego”, afirma Politi.
Las retractaciones por errores o fraudes no son tan raras en el mundo de la ciencia, aunque representan una porción muy minoritaria de todo lo que se publica. La base de datos de “Retraction Watch”, un medio especializado, registra más de 5.000 entradas solamente en los últimos cinco años. Y doce trabajos relacionados con COVID-19 desde enero.
Para muchos, el episodio de The Lancet y NEJM es un exponente de la fortaleza de la ciencia, de su capacidad para revisar y detectar hallazgos equivocados o procedimientos espurios. Para otros, es un golpe duro a su credibilidad. “Algunos reforzarán la idea de que la ciencia se corrige a sí misma y otros de que no se puede confiar en ella. Cada grupo se quedará satisfecho con que tenía razón”, tuiteó resignado el médico neurólogo Pablo Richly.
Para Politi, “no se trata de un escándalo mundial, pero levanta preocupaciones”. En el centro de la controversia está una pequeña empresa hasta ahora desconocida, Surgisphere Corp., con sede en Chicago, Estados Unidos; y su fundador y CEO, el médico Sapan Desai, con antecedentes de mala praxis científica, que se ocupó de recopilar los datos de pacientes que alimentaron ambos estudios a partir de contratos con cientos de hospitales en decenas de países en los cinco continentes.
Sin embargo, cuando una auditoría de las revistas y otros coautores pidieron acceder a los datos originales, y conocer la identidad de esos centros médicos, Desai alegó que eso no era posible porque se habían firmado acuerdos de confidencialidad.
“Cuando hay inconsistencias, se necesita una segunda mirada. Y no dar acceso a esos datos es como si un árbitro cobra un penal y luego no deja que se revise el VAR”, compara Politi.
Sin embargo, ¿cómo pudo pasar que los revisores no lo pidieran? “Lo llamativo es que no se pudo plantear esa discusión antes”, apunta el oncólogo. Un ingrediente puede haber sido la premura por publicar, la presión por dar a luz información relevante para guiar la atención de cientos de miles de pacientes que se enfrentan a una enfermedad desconocida.
“Sin dudas ha habido cambios en el contexto de COVID-19”, dice a FORBES Argentina Humberto Debat, virólogo del Instituto de Patología Vegetal del INTA en Córdoba y experto en publicaciones científicas. “Un gran número de revistas han implementado 'revisiones exprés' para alentar la diseminación rápida de resultados de relevancia medica relajando los procesos típicos de evaluación de pares. A modo de ejemplo, un estudio reciente indica que 14 revistas académicas de ciencias médicas redujeron un 50% en promedio el ciclo de evaluación de pares desde el inicio de la pandemia”.
Sin embargo, en este caso, Debat considera que ha habido “un error editorial insalvable” que poco tiene que ver con la urgencia.
“Los revisores y editores no solicitaron los datos primarios que soportarían los resultados presentados por los autores. Esto para un estudio observacional de esa magnitud es indispensable. Más allá de las críticas al análisis estadístico, la falta de una revisión ética y tantos otros defectos de estos estudios, la no disponibilidad de los datos crudos atenta básicamente contra la transparencia y reproducibilidad de los trabajos”, afirma.
También hay una responsabilidad primaria de Desai, claro, y de sus coautores que no se preocuparon por examinar el origen de los datos que proveyó su colega.
Politi dice que está haciendo el esfuerzo por pensar bien, que quizás los acuerdos de confidencialidad con hospitales que firmó Surgisphere fueron la única manera de que pudiera obtener y procesar datos externos. “Nadie está diciendo que los autores hayan actuado de forma malintencionada? pero me gustaría una evaluación independiente”, señala.
Es posible que el affaire deje algunas lecciones. Por un lado, como señala Heathers, deja en claro la necesidad de mejorar la transparencia y el proceso de revisión por pares. Por ejemplo, que se prioricen trabajos de investigación que junto con los manuscritos ofrezcan los datos y códigos analíticos; o que se ponga más foco en reanalizar la precisión de los papers, incluso mediante la contratación de estadísticos, en lugar de evaluar solo la importancia potencial del trabajo.
“Este caso promueve una lectura más cautelosa de la literatura científica, sin orejeras porque en la primera página de un trabajo hay un logo de una revista reconocida. Y nos recuerda la importancia del escepticismo en la lectura, la gran enseñanza de Bertrand Russell, que aplica no solo a las comunicaciones académicas, sino a cualquier tipo de publicación”, apunta Humberto Debat.
Una moraleja relacionada es que no hay apresurarse a tomar decisiones a partir de estudios observacionales, que siempre pueden tener factores inadvertidos que confundan la interpretación de los resultados. Ni dejarse subyugar porque el trabajo analice decenas de miles de pacientes. Solo los ensayos clínicos con distribución al azar de los participantes y doble ciego (donde ni los pacientes ni los médicos saben quiénes reciben la droga en estudio y quiénes el placebo) pueden brindar evidencias firmes.
El instituto de medicina tropical de Tailandia que ayudó a destapar la olla en este caso lamentó que el escándalo perjudicara la continuidad de ensayos con hidroxicloroquina en varios países del mundo. Y recomendó a las autoridades regulatorias y otras agencias que, a partir de ahora, examinen la veracidad y aplicabilidad de los datos de los estudios y la corrección de los análisis “antes de actuar”.
El episodio también recuerda que los procesos de construcción de la evidencia son continuos y que la ciencia no se aferra a dogmas. “El público en general está descubriendo que los científicos nos equivocamos, pero también están entendiendo que, a diferencia de otros ámbitos, ante la generación de nuevas evidencias, sabemos dejar atrás nuestros errores y aceptar nuevos conocimientos y aprehenderlos”, puntualiza Debat.
Politi dice que, esta madrugada, sentía que el balance era positivo. “Este episodio de académicos interesados en que la verdad sea conocida refleja un sincero espíritu global de participar y de cuidar la calidad, la transparencia y la integridad de lo que se publica. Es una salvaguarda en medio del vértigo impuesto por esta pandemia”, asegura.
“En el apuro, puede salir una tostada menos o más cocida. Pero hay alguien que mira cómo salen las tostadas”, concluye.