He preguntado a un buen número de personas si la enfermedad provocada por el coronavirus tiene cura. La mayoría contestó que NO, basándose en el hecho de que aún no se ha desarrollado una vacuna o remedio efectivo para su tratamiento, y sobre todo, teniendo en mente el cúmulo de información monotemática que escuchamos día y noche.
Sin embargo, hasta ahora, la realidad indica que más de un 98% de las personas que transitan la infección termina por curarse. ¿Cómo es posible entonces que casi todos tengamos en mente que no tiene cura cuando la gente se cura? Analicemos por qué solemos asociar cura con tratamiento y no tener en cuenta también la autogestión del cuerpo para sanarse.
¿Cuánto pesa en nuestra actualmente vulnerable psiquis creer y percibir que una enfermedad no tiene cura? La diferencia semántica entre la posibilidad y la imposibilidad de curarse es abismal e impacta de lleno en nuestro miedo más básico, el de morir. En consecuencia, propongo que distingamos la cura, que es hoy un hecho, y el proceso de investigación para desarrollar el antídoto, que disminuya la muy baja mortandad porcentual (muertos sobre contagiados) y reduzca drásticamente el nivel de contagiosidad.
La cura actual se debe nada menos que al trabajo de nuestro sistema inmunológico. Nuestro cuerpo está equipado de tal manera que se defiende y genera la propia recuperación y sanación, en la mayoría de los casos. Podríamos interpretar entonces, que se trata de un tratamiento interno que el cuerpo pone en marcha para vencer la carga viral.
Por eso, si en vez de prestar atención a un 2% de riesgo de muerte, habláramos de un 98% de cura, probablemente empezaríamos a sentir cierto alivio y, sobre todo, menos miedo. Desde esa perspectiva, seguramente disminuiría la angustia con la que lidiamos cuando sentimos algún síntoma gripal y presentimos que podríamos habernos contagiado de coronavirus y hasta quisiéramos instintivamente no tener que averiguarlo.
La sola idea de tener Covid-19 precipita un sinnúmero de pensamientos y sensaciones desproporcionadas pero relacionadas con el 2% de fallecidos. Nuestra mente va directo hacia esa zona. ¿Qué pensamientos surgen en esos casos? Internación, aislamiento, respirador artificial? ¿Quién de nosotros no ha hecho su propia cuenta de riesgo, analizando variables como la edad, las enfermedades preexistentes, el sexo, el grupo sanguíneo, si es invierno, si es verano, si hay un rebrote en Kamchatka, etcétera, etcétera?
He consultado a una centena de personas e increíblemente la mayoría prefiere contraer una enfermedad respiratoria para la que ya hay un tratamiento específico antes que ser afectada por el coronavirus, aunque en el primer caso el índice de mortalidad sea levemente mayor. Sin duda el miedo se ha instalado hasta ese punto de cierta irracionalidad.
El foco informativo, en gran medida, está puesto en el riesgo de contagio que los otros representan y en la búsqueda a contrarreloj de la cura de esta enfermedad. Las palabras y su carga simbólica hoy nos condicionan a soportar el agobio del miedo en vez de detenernos a pensar que nuestro cuerpo no es débil y que es capaz de activar mecanismos de defensa para recomponer la propia salud.
Toda enfermedad tiene cierto porcentaje de letalidad. Y parecería una obviedad decir que para la muerte no hay cura. No obstante está instalada en nosotros la idea de que la cura es algo que sólo se administra desde afuera, cuando mucho antes el propio organismo hace lo suficiente para intentar recuperar su equilibrio.
Desde un punto de vista médico podríamos explicar que el sistema inmunológico tiene dos mecanismos: uno humoral, de anticuerpos circulantes, que van con la globulina, y otro, celular, a través de linfocitos T y K. Claro que la evolución del paciente, es decir, su capacidad de resistencia, dependerá de la relación entre la carga viral que lo afecte y el estado de sus defensas en ese momento.
No se interprete hasta aquí que estoy en contra de los tratamientos médicos o que no reconozco su valor. Por el contrario, admito la enorme importancia del cuidado clínico, la labor admirable de los profesionales de la salud, y la efectividad de herramientas como medicamentos y vacunas (salvan millones de vidas en el mundo), pero sin desconocer a la vez que desde un punto de vista biológico estamos provistos de herramientas para afrontar aquello que nos genera desequilibrio.
Desde esta perspectiva, podríamos pensarnos como sistemas de salud con nombre propio y evaluar en qué estado estamos, cuánto nos afectan la desmotivación, la ansiedad, la incertidumbre y qué cerca o lejos nos encontramos del colapso interno, justamente cuando se advierte sobre el colapso del sistema sanitario institucional.
Precisamente porque nos enfrentamos a un problema de escasez de recursos resulta pertinente preguntarnos qué impacto tiene en nosotros centrar nuestro pensamiento en la muerte, en vez de en las posibilidades de cura. Sería de ayuda tener mayor confianza en nuestras propias defensas y evitar así acercarnos a un estado de hipocondría general. Nos urge prestar atención al lenguaje que usamos cuando hablamos de Covid-19 y sus consecuencias. De hecho, percibirán en este artículo que la palabra cura aparece muchas veces. No se trata, sin embargo, de una redacción poco revisada sino de la intención de contrarrestrar nuestra exposición a palabras con sentido contrario. Me propongo subrayar que curarse podría ser una manera de alcanzar resiliencia.