En 2011, Andrés Malamud y Flavia Freidenberg publicaron un trabajo titulado “La diáspora rioplatense: presencia e impacto de los politólogos argentinos, brasileños y uruguayos en el exterior”. Allí buscaban explicar por qué, comparativamente, hay más politólogos argentinos que viven fuera del país, muchos con posiciones relevantes en instituciones y congresos.
Uno de los casos que alimentan esa diáspora es Yanina Welp. Politóloga de la UBA y doctora por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona), es investigadora del Albert Hirschman Centre on Democracy de Zúrich y una de las fundadoras de la Red de Politólogas. En diálogo con Forbes, analiza la calidad democrática del país y alerta sobre el surgimiento de “proyectos peligrosos” que también se dan en el exterior.
Está en agenda el tema del consenso en la Argentina. ¿Es algo deseable? ¿Qué problemas puede tener?
El tema del consenso, no solo en Argentina, está en agenda. Pero está mal encarado. En el mundo democrático en general se apela mucho al consenso como un eslogan vacío. La idea del consenso implica ceder, y lo que vemos es que hay una idea de “consensuemos” acompañada de una descalificación de las ideas del otro. Si yo pienso que tus ideas no valen nada, no voy a ceder nada. Entonces se vuelve una apelación vacía y poco útil. Es mejor la idea de negociar.
¿Consenso implica unanimidad?
Política, democracia y pluralismo parten de asumir que no hay unanimidad. Podemos mirar alrededor: la idea de la unanimidad no se sostiene ni en nuestras prácticas cotidianas. ¿Por qué suponer que se pueda dar en lo público? A lo que sí deberíamos aspirar es a acordar sobre cuestiones mínimas. Ahí hay un poco de riesgo en la Argentina actual. Por ejemplo, Argentina está en contra de la pena de muerte, es uno de nuestros valores, estamos de acuerdo. En muchas otras cosas no estamos de acuerdo. Deberíamos estar de acuerdo en un núcleo duro y reducido de cuestiones y el resto debería ser negociable.
¿En qué otras cuestiones sí hay acuerdo en la Argentina?
Argentina fue un país que, en el marco de América Latina, se había caracterizado por una adhesión al Estado presente en el marco del liberalismo. Nunca hubo una idea de que el Estado debería controlarlo todo. Ahora hay una nueva impresión con el avance de proyectos radicales libertarios. Según algunas encuestas, hay cierto corrimiento a la derecha del posicionamiento. Entonces el rol del Estado deja de ser un consenso para ser un acuerdo mayoritario, pero ya no parecería ser algo que distingue a la sociedad argentina. Eso nos habla de una crisis. Otra crisis es con relación a los DD.HH. Había un acuerdo básico en la Argentina del 83 alrededor de su defensa. En la ampliación de esta agenda, que tiene sus efectos positivos para que se siga investigando, también se politizó en términos partidarios. Eso erosionó el consenso que había.
¿Te referís a que, por ejemplo, los actos del 24 de marzo son partidarios y no tan amplios?
Claro, y habían sido acuerdos fuertes de la sociedad argentina. Ahora, aunque haya ciertos sectores que sigan pensando que los DD.HH. deben estar en el centro, hay sectores político-partidarios que los instrumentalizan. Entonces ya entra una disputa. La política partidaria daña algunos acuerdos.
¿Qué lugar ocupan los liderazgos personales a la hora de la generación de consensos? Hay casos emblemáticos como el Pacto de Olivos o la salida de la crisis 2001 donde hubo nombres propios que fueron protagonistas.
Los liderazgos son necesarios e inevitables. Donde no hay liderazgos es mucho más complejo coordinar, organizar y avanzar en una agenda. La discusión es qué liderazgos son positivos y cuáles son negativos. Hay un plano sistémico de la discusión: en nuestras sociedades digitalizadas del siglo XXI hay mucha presión a la personalización, lo que hace daño al partido político y al debate político. Ese es un problema. Es muy interesante lo que describe Camila Perochena en su libro sobre la historia para Cristina Kirchner: hay una especie de reivindicación de determinados procesos históricos como si empezaran en Argentina en un momento dado. Por ejemplo, la lucha por los DD.HH. en 2003, cuando en realidad el acto más emblemático que hubo en América Latina fue el Juicio a las Juntas. Entonces, para ocupar un lugar de predominio de liderazgo, se necesita borrar la historia previa. Pero la historia se hace sobre la base de lo que se hizo antes. Alfonsín tiene un liderazgo que no podemos dejar de reconocer pero que también se inscribe sobre trayectorias previas. Nadie empieza de cero. Hay liderazgos negativos cuando hay borrados en la historia.
Y no hay credibilidad en esos casos.
Sí, también cuando se borran cosas anteriores. Hay un caso interesante con Mauricio Macri, que sigue la política de asignación universal por hijo. Fue una política del kirchnerismo muy cuestionada en su momento que después fue reconocida como muy buena en el ámbito nacional e internacional y continúa.
Ese sería el tipo de acuerdo al que deberíamos llegar. Algo que funciona, ¿por qué no mantenerlo? Los liderazgos que buscan inventar la rueda hacen mucho daño en el mediano y largo plazo. Porque impiden la renovación de liderazgos, tan necesaria en la política.
"Los grandes problemas de la Argentina de hoy no tienen soluciones mágicas. Lo que dice Milei es mentira"
¿El diálogo y la convivencia política se deterioraron?
Sí. Hay un lenguaje agresivo que hace diez años no era tan así. Una cosa es disentir pero poder conversar, y otra cosa es el odio. Más allá de mi posición como observadora, que siempre va a ser fragmentada y parcial, hay una evidencia de la que dan cuenta las encuestas: hay una creación de burbujas muy fuertes de posicionamientos ideológicos.
¿Hay una impostura de dureza de algunos dirigentes, que son dialoguistas por lo bajo pero que dan un discurso público más intransigente para mostrarse así frente a sus posibles electores?
Sí, hay mucho de eso. Una parte puede ser un malentendido y otra puede ser estructural de incentivos: que se hable mucho de alguien da réditos políticos. Cuando se hacen encuestas, el reconocimiento de alguien es importante y el que grita más logra más reconocimiento. Hay un incentivo perverso. A las posiciones más moderadas y dialoguistas les cuesta mucho más hacerse espacio en los medios.
Lo hemos visto: el fenómeno Milei fue alimentado por los medios de la misma manera que Vox en España. Hay un discurso doble, esquizofrénico a veces: disentimos pero le damos espacio. En el discurso extremista se trata de ver quién grita más, quién llama más la atención. Eso erosiona mucho la posibilidad del diálogo y de reflexión sobre los temas. Los grandes problemas de la Argentina de hoy no tienen soluciones mágicas. Lo que dice Milei es mentira. Las opciones son políticas y no hay soluciones mágicas.
¿El surgimiento de este tipo de liderazgos, como el de Milei, es algo propio de Argentina o se ve en otros lugares?
Se ve en otros lugares, es una tendencia marcada. Este tipo de proyectos radicales empezó antes en Europa que en América Latina. Hay cierta confusión terminológica, se los suele poner a todos dentro de un paquete. Se distancian mucho, por ejemplo, entre un conservadurismo religioso y esta política antiestado, donde el gran enemigo no es Marx sino Keynes. Pero no es exclusivo ni propio de la Argentina. Son proyectos peligrosos, como el de Giorgia Meloni en Italia. Hay que discutir qué proponen con detenimiento, qué implicancias hay y por qué concitan tantos apoyos. Hay mucha responsabilidad de quienes han estado en el gobierno en las décadas previas, tanto por lo que dicen como por lo que hacen y no hacen.
¿Cómo analizás los temas que discute hoy la dirigencia política en relación con los problemas que tiene la gente? Por ejemplo, se habla de la posibilidad de suspender las PASO mientras que lo que preocupa es la inflación.
Hay un desfasaje y un problema de la definición del sistema político. La dirigencia política está mirando lo que compete a su acceso y conservación de poder y muy poco de lo que le preocupa a la gente. Ese desfasaje puede penalizarse mucho. Desde 2019, en América Latina hay señales muy disruptivos que en Argentina no se han dado y la dirigencia se ha quedado muy cómoda. No hay que descuidar las señales de alarma cada vez más evidentes. Por un lado, la emergencia de Milei y, por el otro, la disputa al interior de las dos grandes coaliciones, con el extremismo de ciertas posturas.
Hay niveles de pobreza alarmantes en el país. ¿Por qué, a pesar de eso, no hubo un estallido social y se mantuvo la cohesión social?
Aquel “que se vayan todos” dejó cierta secuela y enseñanza, no hay un imaginario de que sea una buena idea. Para un grupo, todavía hay confianza en la coalición opositora, que está en mucha tensión interna. Pero hay una idea de “votaremos y los desplazaremos”. El otro sector, que coincide en buena medida con quienes son más perjudicados por el crecimiento de la pobreza, por un lado da cierto aval al gobierno. Y por otro tiene expectativas de verse beneficiado y resolver estos problemas urgentes a partir de la estructura de planes que hay. El clientelismo, que es una muy mala noticia para las expectativas de fortalecer una democracia sobre bases programáticas, tiene un muy buen efecto como estructura de contención social.
Desde la oposición algunos plantean que la ayuda social está tercerizada y que debería hacerse cargo directamente el Estado.
Totalmente, es clave. Lo que planteo es que son elementos en tensión. No podemos solamente decir “esto es malísimo”. Esto es malísimo pero que la gente que está en situación de pobreza no reciba ninguna ayuda del Estado es peor. Ahí es muy importante poder identificar estos elementos y discutirlos a fondo. Ahí donde peor estamos es en responsabilidad de la dirigencia. Están mirando para otro lado.
En los últimos años, los oficialismos han tenido problemas para ganar elecciones en la región. ¿Es algo a tener en cuenta para las presidenciales del año que viene?
Sí, está bastante claro. En épocas del boom de las commodities todos los gobiernos eran reelectos. En América Latina hay una discusión viciada sobre la interpretación de cuánto inciden los mercados externos en la posibilidad de avance de nuestros países y cuánto incide el proyecto político en que cambie o no la situación en determinado momento. Lo cierto es que la política incide pero no tanto. Importa la política, no hay que subestimar, no da lo mismo quién gobierne, pero sí es verdad que la situación de los mercados internacionales tiene una incidencia nada desdeñable sobre la situación que vivan los países latinoamericanos y la capacidad de los gobiernos de actuar.