Pelé fue un futbolista perfecto en tiempos donde los beneficios de la leyenda contrastaban con colosales cajas de resonancia que llegarían unas cuantas décadas después: videos al minuto, repeticiones de jugadas en clave cinematográfica, semblanzas apologéticas, portales, redes, clubs de fans a escala planetaria, etcétera.
Pelé, O Rei, Edson Arantes do Nascimento, salió al ruedo a los 16 años para brillar en el más alto nivel, heredar las virtudes de los cracks que lo precedieron y condensar dotes técnicas en un solo jugador que hasta entonces se verificaban repartidas en dos, en tres, en cuatro. En muchos.
El atleta superdotado químicamente puro: 173 centímetros y 70 kilos de músculo, emociones templadas y ejecuciones de concierto.
Visto desde cierta perspectiva, encontrar defectos en cómo jugaba Pelé es una tarea odiosa y condenada al fracaso.
Era fuerte como un roble y con tranco de gacela solo superado por Alfredo Di Stéfano (la Saeta Rubia criolla), gambeteaba en corto y en largo, era diestro, pero podía presumir de zurdo y cabeceaba como un portento sin que lo perturbaran demasiado las marcaciones rigurosas.
Sus remates eran de forma indistinta latigazos o estocadas de terciopelo según lo aconsejaban las circunstancias. Y contra lo que pudiera imaginarse, tenía un profundo sentido colectivo: desmarques al servicio del espacio apto para el compañero, constructor de paredes al milímetro y solidario para ir y para venir.
En este sentido, bastaba con recoger testimonios de sus rivales para registrar un coro unánime entre asombrado y admirativo.
O Rei jugaba con la número 10, goleaba con voracidad de 9 y corría la cancha con pertinencia de lo que en glosario moderno designaríamos como mediocampista mixto.
No escatimaba los cruces, trababa cada pelota como si fuera la última y sin ser un bravucón tampoco admitía que se lo llevaran por delante: que intentaran, a menudo de forma temeraria, explorar presuntas fragilidades del corazón.
"Con la pelota era un infierno, jugaba y hacía jugar, era guapo y caballero. Le hablabas, le pegabas, te las devolvía sin decir ni una palabra y cuando terminaba el partido venía y te daba un abrazo", más de una vez supo describirlo el Mariscal Perfumo, sea de forma pública, sea en tertulias futboleras con amigos.
Hasta el advenimiento de Pelé, ungir a un jugador de fútbol como el mejor entre los mejores estaba ausente de la agenda o a lo más suponía una referencia débil, brumosa.
Desde Pelé y por Pelé, la vara de la excelencia quedó tan alta que casi una década después de su retiro tuvo que plantarse en el Estadio Azteca un argentino de piernas chuecas y cabello enrulado, gambetear a un puñado de ingleses y ejercer el tácito derecho de reclamar la herencia del número 1.