El plan de Danny Rimer, socio de Index Ventures, siempre fue dejar Silicon Valley y volver a vivir en Londres. Pero hace un año, cuando regresó a Inglaterra tras pasar siete años reforzando la presencia de Index en EE.UU. con participaciones en empresas como Dropbox, Etsy y Slack, no estaba solo: inversores de tres empresas estadounidenses de inversión de capital riesgo (Benchmark, NEA y Sequoia) también cenaban con startups, cerraban acuerdos y hasta buscaban lugar para abrir oficinas.
Siempre nos sorprendió cómo nuestros colegas estadounidenses pasaban de largo a Europa, dice Rimer, un canadiense de 49 años criado en Suiza que abrió la oficina londinense de Index en 2002. Rimer cuenta que veía estampidas de inversores que corrían a poner plata en India, China y Latinoamérica.
Hoy fluye más dinero que nunca hacia el sector de tecnología de Europa, y una parte cada vez mayor de esos fondos proviene de la elite de las empresas de inversión de capital riesgo de EE.UU. Las startups europeas recibirán la cifra récord de US$ 34.300 millones en inversiones este año, de acuerdo a la empresa de inversión Atomico, y el 19% de las rondas de financiación incluye a una empresa estadounidense, el doble que cuando Atomico empezó a recopilar estadísticas sobre el tema en 2015. Esos inversores estadounidenses pondrán unos US$ 10.000 millones, casi un tercio del total invertido.
El interés de EE.UU. por las empresas europeas no es ninguna novedad: Accel, fundada en Palo Alto, California, abrió una oficina en Londres hace casi 20 años, y otras empresas la imitaron. Pero muchas pegaron la vuelta después de sufrir en los ciclos económicos negativos, afirma Philippe Botteri, un francés que empezó su carrera con el capital riesgo en Bessemer Venture Partners en San Francisco y entró a Accel en Londres en 2011.
Por un lado, en los años previos al regreso de las empresas estadounidenses estalló una crisis financiera global. Por el otro, el acceso a clientes, talentos en ingeniería y programas como la aceleradora de startups Y Combinator llevaron a muchos fundadores de empresas en Europa, como los hermanos Collison (fundadores de Stripe) a mudarse a EE.UU.
Considerada un mercado fragmentado con normas e idiomas regionales, Europa enfrentó un nuevo obstáculo en 2016 con el Brexit, cuando el Reino Unido votó en un referéndum abandonar la Unión Europea, un proceso todavía en marcha. Además, la UE tomó como política plantárseles a los gigantes de la tecnología por su forma de usar los datos.
Ophelia Brown, fundadora de Blossom Capital, sostiene que entre 2012 y 2016, cuando era una joven inversora de Index Ventures e iba a visitar a sus colegas de la costa oeste de EE.UU, la miraban con incredulidad mientras les describía las oportunidades de la tecnología europea. Todos lo rechazaban: Europa tenía un poco de turismo, un poco de comercio electrónico, algunos videojuegos, cuenta. Pero sentían que no había nada sustancial. En 2017, cuando decidió abrir el primer fondo de Blossom, muchos inversores de EE.UU. le dijeron que parecía que había más oportunidades de encontrar nuevas empresas en EE.UU. y China. Solo dos años después, cuenta, la llaman instituciones para preguntarle cómo aumentar su exposición al ambiente de startups de Europa.
¿Qué cambió? Una combinación entre salidas a bolsa de alto perfil, como las de Adyen y Spotify, y un ecosistema que está madurando, dos factores que volvieron mucho más atractivo jugarse millones de dólares en Europa para las empresas estadounidenses, que enfrentan una competencia feroz en su país. Spotify, el servicio de streaming de música con sede Estocolmo que salió a bolsa con una cotización directa en abril de 2018, y Adyen, la procesadora de pagos con sede en Ámsterdam que salió a bolsa dos meses después, ya generaron casi US$ 50.000 millones en valor de mercado entre las dos. Las OPI de Criteo en París y Farfetch en Londres también abrieron una red de multimillonarios ansiosos por hacer de inversores angelicales dándoles cheques personales a empresas de tecnología más pequeñas. Hoy existen 99 unicornios (empresas tasadas en US$ 1.000 millones o más); en 2015 había 22, según los datos de Atomico.
Para las startups de lugares remotos como Tallin, Estonia, donde nació Pipedrive en 2010, o Bucarest, donde dio sus primeros pasos UiPath, la llegada de capital riesgo de EE.UU. implica mucho más que dinero; también es acceder a antiguos operadores que ayudaron a hacer crecer a empresas como Facebook, Google y Slack, presentarse a clientes en Nueva York o contratar ejecutivos en San Francisco. Y con esos sellos de aprobación se genera un murmullo que puede visibilizar mucho la marca de una startup, afirman los inversores. Pero también conlleva un riesgo: más presión para cumplir lo prometido, miembros del directorio que viven a 8.000 kilómetros de distancia y tasaciones posiblemente exageradas que pueden resultar muy dañinas si los fundadores cometen un error.
Para los inversores de EE.UU., hay un claro incentivo financiero para entrar con todo. Durante los últimos 12 meses, un dólar en acciones de una startup europea en una ronda de financiamiento serie A equivalía en promedio a US$ 1,60 en acciones de una empresa estadounidense comparable, según el informe de Atomico. Los inversores insisten en que las empresas más buscadas de Europa, como Duffel, una startup de viajes con sede en Londres que recibió US$ 30 millones de Index Ventures en octubre, ya tiene precios a la altura de los más caros de Silicon Valley.
Hoy hay muchos más inversores estadounidenses en Londres; algunos incluso pasan de visitarla a quedarse varios meses. Estoy acostumbrado a viajar mucho a la costa oeste de EE.UU. para visitar a amigos que hice con el programa, cuenta Harry Stebbings, que entrevistó a cientos de inversores de capital riesgo en The Twenty Minute VC, su popular podcast. Ahora, cada semana puedo encontrarme con tres o cinco inversores de capital riesgo que vienen a Londres.
Dado el Brexit, el interés por venir podrá sorprender, pero los inversores asentados en Londres no parecen preocupados y esperan que todo salga bien. Como bromea Rimer: Tras pasar siete años en EE.UU., no me parece que el clima político ahí esté mucho mejor que digamos.
Por Alex Konrad