El gobierno de Cambiemos quiso bajar la inflación de 38% en 2016 a 5% en 2019. Una crítica muy repetida a ese intento entre el público informado es que el ritmo de desinflación buscado fue demasiado ambicioso. Otros países que redujeron exitosamente inflaciones moderadas, se argumenta, necesitaron más paciencia para lograr el objetivo.
Este punto, además de ser interesante para pensar lo que pasó, es importante para pensar lo que viene. Con los niveles de inflación que tiene hoy la Argentina no hay crecimiento de largo plazo posible. ¿Qué manera de enfrentar ese problema tiene más chances de éxito en un contexto como el actual? ¿El paso cansino y paciente, o la premura?
El argumento de la paciencia, aunque prudente en su estética, es osado y tiene problemas. El primero es que, mientras la inflación sea alta, el traslado de una depreciación a los precios va a ser alto.
Chile, Colombia o México, que tienen inflaciones bajas, pueden depreciar su moneda sin que se acelere considerablemente la inflación cuando enfrentan un shock externo (como una baja en el precio de los productos que exportan o una salida de capitales de los países emergentes). La Argentina, en cambio, no.
Y mientras la inflación permanezca alta por un tiempo considerable (como implica el sendero de la paciencia), las únicas opciones para enfrentar un shock externo son depreciar la moneda e incumplir las modestas metas -alargando aún más el tiempo necesario para la desinflación- o evitar la depreciación y cargar con las pesadas consecuencias -como un déficit de cuenta corriente acaso más alto al que podemos financiar- o un aumento considerable del desempleo.
Son dos opciones opacas y costosas, que aumentan las chances de abortar la desinflación que tanto necesitamos.
Y esto es más cierto cuanto más alta sea la inflación inicial; o sea, es más cierto hoy que en 2016.
Además de por lo que es, el sendero de la paciencia tiene un problema por lo que no es. Bajar la inflación rápido a un dígito generaría un horizonte más certero, más favorable a la planificación y por lo tanto más favorable a la inversión.
Y también reduciría más rápido el impuesto inflacionario, lo cual tendría efectos expansivos sobre el consumo. Esto ya se vio en experiencias pasadas, como la de la convertibilidad o el plan Austral.
La baja rápida de la inflación es expansiva y un plan popular es un plan con mayores chances de éxito.
Pero en esos dos casos, donde la inflación se redujo de forma abrupta, la economía partía de inflaciones iniciales de tres dígitos. ¿Se puede lograr lo mismo partiendo de una inflación (llamémosla así) moderada, como la que tenemos ahora? Creo que la respuesta es sí. Y tenemos una analogía en un pasado relativamente remoto para visualizarlo: el plan de estabilización de Perón en 1952.
Las semillas de un ajuste
Perón fue un político innovador. Rápida y eficazmente, montó un proyecto apoyado en el trabajo industrial organizado. Para lograrlo, tomó una serie de medidas muy racionales de acuerdo a su objetivo político, pero que resultarían macroeconómicamente problemáticas.
Las herramientas que usó para fortalecer su base de apoyo son conocidas. Nacionalizó los ferrocarriles, los teléfonos, el transporte urbano y el servicio de gas, junto con varias empresas más. También creó otras tantas, como Aerolíneas Argentinas y SOMISA. Además de nacionalizaciones y nuevas empresas estatales, Perón dio un impulso al gasto público a través de grandes iniciativas de infraestructura y empleo público.
Entre 1945 y 1948 el gasto público aumentó 41% en términos reales. Al impulso fiscal se le sumaron otros impulsos para engrosar los ingresos de los grupos urbanos. Según un trabajo de Cont y compañía, entre 1946 y 1948 las tarifas reales de la electricidad cayeron a la mitad, y las del gas, 80%.
También el dólar en sus distintas variantes subió consistentemente por debajo de la inflación lo que, sabemos, aumenta el poder de compra de los salarios. Perón también incentivó arreglos salariales laxos.
Con todo esto, entre 1946 y 1949, los salarios reales subieron nada menos que 60%. El crédito también se puso al servicio de sus objetivos políticos: en 1946 se nacionalizó el sistema bancario y el Estado comenzó una política crediticia muy favorable a la industria, sin hacer diferenciación entre sectores con mayor o menor potencial.
Las tasas de interés reales, tanto para los depósitos como para los créditos, llegaron a ser tan bajas como -25% anual. La política comercial también fue parte de su caja de herramientas: con el “régimen para la protección y promoción de la industria” que subía los aranceles, con las cuotas de importación y con los controles de cambios, el proteccionismo industrial alcanzó una magnitud que no se había visto antes.
¿Quién financió todo este proyecto? El campo.
A través del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), el gobierno de Perón monopolizó la comercialización de cereales y oleaginosas y les compró a los productores sus cosechas a un precio inferior al que podía colocarlas en el mundo, capturando los beneficios de los buenos términos de intercambio del momento.
Los tres años de 1946 a 1948 quedaron grabados a fuego en la memoria popular. El proyecto de extender y fortalecer a los grupos de trabajadores urbanos haciendo uso de los recursos del campo, de la protección, del impulso fiscal y del crédito subsidiado fue extremadamente exitoso para los objetivos políticos que perseguía: en 1951, Perón fue reelecto con dos tercios de los votos.
Un ajuste
Pero nada es para siempre. Cuando la década de 1940 se acercaba a su fin, el precio internacional de los alimentos, que tanto había favorecido a Perón en su primera presidencia, cayó considerablemente.
Además, el desincentivo a la producción agropecuaria que habían significado la política dirigida desde el IAPI y la discriminación en la política importadora ya mostraban sus efectos adversos.
Las áreas sembradas de maíz, de trigo y de lino eran en 1950 un 16%, un 6% y 15% más bajas que en 1946. La producción agropecuaria total, un 6% menor. La escasez de energía se traducía en cortes programados.
El modesto superávit comercial que había hasta el momento se transformaba ahora en un cuantioso déficit.
Como volvería a pasar muchas veces luego, la política de industrialización sustitutiva que estimulaba a la industria manufacturera mercado internista a costa de la producción exportable terminaba en un impasse por “escasez de dólares”.
Renacía además un problema que parecía olvidado: en 1949,la inflación llegó al 31%, el valor más alto en 60 años. Fue en este áspero contexto que Perón, a través de su recientemente asumido ministro de economía Alfredo Gómez Morales, comenzó a ordenar lo que había desordenado.
Rudi Dornbusch escribió en 1987 que los planes de estabilización sin austeridad fiscal son para magos o para poetas. Gómez Morales no era ni mago ni poeta, y su plan de estabilización incluyó una importante contracción fiscal: entre 1950 y 1953, el gasto real del gobierno cayó 23% y el déficit fiscal disminuyó considerablemente. La política monetaria se volvió también más astringente, y el crédito, que había fluido inconteniblemente, era ahora más escaso.
La política salarial fue otra herramienta importante del plan de estabilización: la laxitud de los primeros tres años fue reemplazada por severas pautas bianuales. Y eso después de una caída de salarios reales que había llegado al 25% entre 1950 y 1952.
El IAPI, que se había usado para desviar recursos desde el campo a la ciudad, dio la vuelta: ahora los productores iban a recibir por sus cosechas más de lo que valían en los mercados externos.
El apoyo argumental de este cambio era interesante. Gómez Morales decía: “si bien en los primeros años se concentraron los esfuerzos y los medios para estimular el progreso industrial, fue porque hasta entonces nada se había hecho al respecto. Pero alcanzadas las metas fijadas, esa misma energía se vuelca ahora al estímulo y la protección del agricultor y del ganadero”.
No se alcanzaron las metas fijadas, se terminaron los dólares.
Y había que hacer algo al respecto. Incluso se prohibió el consumo de carne los viernes, que aunque fuera una medida de dudosa efectividad, refleja una nueva actitud del gobierno. También se aflojaron las importaciones para el campo y se realizaron una serie de inversiones en infraestructura rural e investigación agrícola-ganadera.
Por los mismos motivos se fomentó la inversión extranjera con la sanción de una ley que mejoraba las condiciones para las empresas del exterior, entre las que se encuentra la reducción de trabas a la remisión de utilidades.
Desde el punto de vista económico, el plan fue exitoso. La inflación bajó de 35% y 40% en 1951 y 1952, a 6% y 5% en 1953 y 1954. En los dos años siguientes al plan, además, el producto creció al 5%.
¿Y esto de qué sirve para hoy?
Las cosas son distintas ahora que en 1952. A diferencia de en ese momento, venimos de largos años de inflación alta, que influyen en el comportamiento de las personas en formas desfavorables a la desinflación rápida (las expectativas de inflación, por ejemplo, están firmemente incorporadas en los contratos).
Además, ni este ni el gobierno que venga tendrán el poder político de Perón en 1952.
Pero también hay factores que juegan a favor del intento desinflacionario: diez años de estancamiento moderan las pretensiones de cualquiera y levantan conciencia sobre que lo que tenemos hoy no va para ningún lado.
Los sindicatos, además, ya no son hoy los de aquella época.
También hay un factor importante que hace más fáciles las cosas en comparación con el intento más reciente de 2016: los salarios reales son 10% más bajos que en 2015; el tipo de cambio y las tarifas reales, 53% y 130% más altos. Por eso, la corrección de precios relativos no sería hoy tan difícil como en el intento anterior.
Concretamente, el plan de estabilización de Perón sugiere lo siguiente: con política fiscal sólida y política de ingresos, es posible bajar la inflación desde niveles altos a un dígito en poco tiempo.
Ese camino, aunque no es fácil, es el mejor que podemos seguir.
El gradualismo desinflacionario requiere cosas que no nos podemos dar el lujo de padecer (menos actividad, más traslado de la devaluación a precios, y más chances de abandonar el intento).
La desinflación rápida requiere más decisión y osadía al principio, pero es en realidad el camino más prudente.