Comienza el mundial y el clima económico en el país está enrarecido. Desde hace meses, hay quienes vaticinan que el campeonato será la gran oportunidad para el Gobierno de sincerar una devaluación que es cada vez más difícil de evitar. Al mismo tiempo, incluso el precio de mercado del dólar luce atrasado según muchos actores, que creen que no falta poco para que se dé un nuevo salto discreto como a mitad de año para al menos acompañar el ritmo de la inflación. Y acaso como si se tratara de profecías autocumplidas, ambos eventos parecen estar realmente a la vuelta de la esquina.
Antes de analizar los acontecimientos de hoy debe recordarse que la corrida cambiaria que tuvo lugar en el marco de la renuncia del ministro Martín Guzmán, en realidad, parecía sincerar el hecho de que el precio del dólar no había seguido el ritmo de la inflación previa. Pero lo que ocurrió a partir de entonces, pese a la aceleración inflacionaria, no fue una depreciación de la moneda acorde con ella, sino nuevamente una estabilización del precio del dólar. A juzgar por las subas de esta semana, la tranquilidad del dólar parece terminada.
Incluso aunque el dólar libre no superara los 300 pesos, sin embargo, la presión devaluatoria sobre el dólar oficial ha venido creciendo cada vez más. El invento del dólar soja para incentivar a los exportadores le hizo ganar algunas reservas al Gobierno en el corto plazo, pero al costo no solamente de deber más pesos de cara al futuro sino también de gastárselos con los sectores que estaban habilitados a importar al precio ficticio fijado por las autoridades. Para combatir esa sangría, se impuso un nuevo sistema que en la práctica frena estas importaciones. Nada de esto es gratuito, sin embargo, y genera la paralización de la economía no solamente por el consumo que las personas no pueden hacer sino también por los insumos que industrias y servicios necesitan para funcionar pero no pueden conseguir.
En ese contexto, la semana pasada pasó desapercibido un evento sintomático de las dificultades que enfrenta el Gobierno en relación a la confianza de los mercados de cara al año que viene: el canje de deuda que debía pagarse hasta fin de año. El Ministerio de Economía pateó 930.000 millones de pesos en vencimientos para el año que viene y que sirven para financiar el déficit fiscal, que es lo que fue reportado en los medios de comunicación y que podría ser interpretado como un éxito. Sin embargo, la parte de la noticia que no trascendió fue que casi 600.000 millones de pesos sí deberán ser pagados porque sus tenedores decidieron no entrar al canje. En los hechos, solo el 61% de la deuda fue renovada: este número no parece a primera vista indicativo de un mercado donde haya confianza generalizada en el Gobierno.
El panorama se agrava cuando se consideran dos elementos adicionales de este canje: la generosa oferta que realizaba el Gobierno y la alta proporción de tenedores públicos de deuda. En efecto, los bonos fueron en esta oportunidad emitidos en moneda dual, lo que significa que los inversores recibirán un pago ajustado a la evolución de la tasa de interés en pesos o al tipo de cambio, lo que los beneficie más; esto asegura, en la práctica, que sí o sí ganarán al no perder contra la inflación ni contra el dólar. Pero por otro lado, alrededor del 60% de la deuda que vencía estaba en manos de tenedores públicos, es decir de organismos como la ANSES y el propio Banco Central, lo cual sugiere que han sido solo ellos los que han entrado al canje. Es improbable que el Estado actúe contra sí mismo: la única conclusión posible es, entonces, que los privados empiezan a desconfiar de un Gobierno cada vez más débil.
¿Queda alguien en el sector privado, entonces, que crea en este cuarto gobierno kirchnerista? Luego de varios meses en los que los inversores apostaron a la deuda pública de corto plazo por sus altos rendimientos, el crédito privado parece estar llegando a su fin: el boom de plazos fijos del último tiempo se apaga a medida que el dólar se percibe como cada vez más atrasado y destinado a explotar. De cara al futuro inmediato, sin embargo, este desarme formal e informal de posiciones es peligroso en la medida en que puede desencadenar un efecto Puerta 12. Si los actores perciben que algo ocurrirá, actuarán en consecuencia; y si perciben que podrán ganar con el dólar libre más que con ningún otro instrumento, invertirán en él y seremos testigos de una nueva corrida.
La bola de nieve de plazos fijos y deuda pública que ha impulsado el kirchnerismo acarrea, sin embargo, un riesgo mayor: el de una confiscación de depósitos por el miedo a una escalada hiperinflacionaria. Si el Gobierno debiera cancelar el actual stock de pasivos remunerados, la emisión de pesos sería tan fuerte que con seguridad se verían índices de aumentos de precios como no se dan desde 1989-1990, años que el Gobierno y la sociedad preferirían con toda seguridad dejar atrás. Los memoriosos recordarán cómo terminó aquella historia: con el famoso Plan Bonex. Y así como el gobierno de Carlos Menem forzó al público a recibir bonos a cambio de sus depósitos, luce cada vez más difícil la idea hoy de desactivar una bomba como la presente sin recurrir a una acción como esa.
Y la frutilla del postre, la que corona el grave problema de la deuda pública, es la negativa del kirchnerismo a atacar el problema de raíz: el alto nivel de déficit causado por los altos niveles de gasto. Tanto una hiperinflación como un Plan Bonex agregarían nuevos traumas a la ya traumada sociedad argentina, pero no la eximirían de sufrirlos nuevamente en el futuro en la medida en que el Estado continúe sistemáticamente gastando más de lo que recauda. Hasta que no se ataque algún día el problema del déficit fiscal, seguiremos viviendo en un loop infinito de daño e irresponsabilidad.