La Casa de Papel se convirtió en la serie española más vista de toda la historia. Un punto de inflexión para España como productor de entretenimiento y, sin dudas, también para Netflix. De pronto, el público promedio se volvió experto de los 'atracos' y fue testigo de cómo un par de civiles intentaron hacer el robo más grande de la historia.
El plan de imprimir billetes a la velocidad de la luz con las máquinas a todo vapor en la Casa de la Moneda española, al compás de los gritos de 'Nairobi', una de las protagonistas de la tira; todo daba la sensación de un plan casi perfecto. No sólo se hizo una apología casi romántica del robo, sino que fue una muestra de amor hacia un formato que el mundo quiere dejar atrás: el dinero físico.
La idea de que el dinero es algo "contante y sonante" y ocupa un espacio físico es un concepto grabado a fuego en el inconsciente colectivo de nuestros mayores. Aún hoy, nuestros abuelos se muestran reacios a llevar tarjetas de crédito encima, mientras que sus nietos optan por acercar el celular a un lector, hasta oír ese pitido característico que indica que la transacción fue realizada.
La Generación Z (los conocidos como centennials) asumen con naturalidad la no presencia física del dinero en su día a día. Para ellos, el valor de las cosas no parece sujeto a nada externo, más allá de una notación numérica en la pantalla de un dispositivo electrónico. La irrupción de las criptomonedas, en este sentido, podría ser considerada como un peldaño más en esa escalera de caracol ascendente que nos está conduciendo hacia un paradigma completamente nuevo y desconocido.
¿Por qué un bitcoin puede quintuplicar su cotización en una semana y luego caer a la mitad? ¿En relación a qué se producen semejantes fluctuaciones? ¿Cómo es posible que el valor de algo incorpóreo -más allá de su presencia virtual en esa red de servidores llamada nube- pueda equivaler a un sólido maletín de cuero repleto de billetes? ¿Qué organismo oficial (nacional o internacional) asegura y respalda esa tasación?
En definitiva, ¿cuándo empezó la plata a dejar de ser plata?
Para esta última pregunta, curiosamente, sí existe una respuesta concreta. La plata empezó a dejar de serlo -en el sentido que lo entendían nuestros abuelos- hace ahora justo 50 años, concretamente el 15 de agosto de 1971, el día en que Richard Nixon, el entonces presidente de Estados Unidos, decidiera por sorpresa dinamitar la economía mundial y decretar de forma unilateral el fin de los acuerdos de Bretton Woods.
A partir de esa fecha, hace ahora medio siglo, el dinero dejó de estar vinculado a un elemento externo, para empezar a valer -simplemente- lo que los mercados decidan que valga.
Pase lo que pase, el oro siempre será oro
Enmarcado entre montañas, el lujoso Hotel Mount Washington (ubicado en la localidad de Bretton Woods, en New Hampshire) es uno de los destinos preferidos por los amantes del esquí alpino. Desde hace más de un siglo, las clases pudientes de Boston o Nueva York suelen acercarse hasta este bucólico paraje para refugiarse del estrés urbano (aunque la arquitectura del edificio recuerde al inquietante escenario de la película El resplandor). Sin embargo, si por algo es famoso este establecimiento es por haber albergado la firma de uno de los acuerdos más importantes del siglo XX.
En julio de 1944, con el telón final de la Segunda Guerra Mundial a punto de caer, 44 países de todo el planeta se reunieron en esta esquina de EE UU con el objetivo de regular sus futuras relaciones financieras.
En la mente de muchos, aún resonaban las devastadoras consecuencias que la inestabilidad económica había provocado en países como Alemania envenenando de recelo y gasolina las raíces de una Europa que acabaría ardiendo por los cuatro costados.
El principal objetivo de los Acuerdos de Bretton Woods era, por tanto, establecer un nuevo orden económico mundial, capaz de empapar de confianza las transacciones comerciales internacionales mediante un sistema monetario sólido, creíble y fiable. ¿Y quién podría ofrecer tales características? El oro.
Si uno viajara en una hipotética máquina del tiempo hasta la Roma Imperial, la España visigoda o la Inglaterra del siglo XVII, de poco le serviría llevar un fajo de plata. Sin embargo, un lingote dorado le abriría todas las puertas (sin importar la época o la civilización). Como diría un castizo, al empeñar sus alhajas en el Monte de Piedad: “Pase lo que pase, el oro siempre será oro”.
A pesar de ciertas reticencias de la delegación británica, que aún pretendía hacer valer la predominancia de la libra esterlina, los representantes de Bretton Woods acordaron vincular el valor de las divisas al valor del dólar norteamericano, moneda que a su vez quedaba atada directamente a la cotización del oro, creando así un cambio resistente y estable.
El patrón oro (como pasó a llamarse el sistema) obligaba a Estados Unidos a mantener el precio del mismo a 35 dólares la onza, pudiéndose cambiar la divisa estadounidense por el dorado metal sin restricciones ni limitaciones. Esto significaba que, cuando un país adquiría dólares, en cierto modo, estaba comprando pequeñas participaciones de las reservas de Fort Knox, la base militar de Kentuky junto a cuyas instalaciones se guarda gran parte del oro estadounidense.
Aquellos papeles de color verde lechuga, decorados con rostros de expresidentes y símbolos masónicos, llevaban impregnado en sus hebras el respaldo áureo de la comunidad mundial. El dólar sería el kilómetro cero de referencia y el resto de países fijarían el precio de sus monedas en relación con este. Aunque la nostalgia lleva implícita cierta visión romántica del pasado, lo cierto es que los Acuerdos de Bretton Woods proporcionaron al mundo un periodo relativamente plácido, sin tormentas ni huracanes financieros de alcance. Un tiempo soleado de prosperidad apenas ensombrecido por esporádicos nubarrones de deflación o depresión.
A pesar de tal estabilidad, sin embargo, el patrón oro generaba frustración entre los inversores, los cuales ansiaban picos de crecimiento más rápidos y pronunciados, con mayores posibilidades de ganancia (aunque también con mayores riesgos). El único atajo posible era la especulación con dólares, convertidos masivamente en oro, lo que generaba que la Reserva Federal pudiera perder una parte importante de su remanente en lingotes, algo que no gustaba nada a Washington.
Nixon rompe amarras
Pasar de una década a otra no debería suponer más que una mera convención numérica, sin embargo, la llegada de los años setenta supuso un desgaste psicológico para la Casa Blanca.
La Guerra del Vietnam sumaba ya su decimoséptimo año de hostilidades, una situación que endurecía el rostro de América. De los pacifistas himnos hippies de antaño se había pasado a los aullidos de guitarra de bandas como Led Zeppelin o Black Sab-bath. El desencanto incendiaba las calles.
En un contexto de inflación mundial y con la Reserva Federal vaciándose de reservas, el presidente Nixon afrontaba su último año de mandato con la preocupación de perder la reelección por culpa de los malos datos económicos. Por primera vez en la historia del siglo XX, EE UU había presentado déficit comercial en su balanza.
Durante unos días, se encerró con su círculo más íntimo de consultores y colaboradores en la residencia de Camp David y, tras varios acalorados debates, salió de allí con una idea fija: se hacía imperativo romper con los acuerdos de Bretton Woods. No había otra salida.
El presidente lo anunciaba el 15 de agosto de 1971: EE UU abandonaba el patrón oro. Al mismo tiempo, devaluaba el dólar, abaratando así sus exportaciones. La economía mundial rompía amarras y pasaba a flotar en el proceloso océano de los tipos fluctuantes.
El dinero ya no estaba respaldado por ningún metal precioso ni amarrado a ninguna boya. Pasaba a ser dinero fiat (también llamado fiduciario o dinero por decreto) y su valor en los mercados se basaba únicamente en la creencia general compartida de que sí poseía ese valor.
Por un lado, la posibilidad de imprimir más y más papel moneda permitió a los estados introducir estímulos en su economía. Sin embargo, la emisión de una cantidad excesiva podía hacerles caer en una inflación desbocada y acabar arruinados, ahogados literalmente en un tsunami de deuda monstruosa.
Cómo hemos llegado hasta aquí
Los efectos colaterales del fin del patrón oro empezaron a ser cada vez más evidentes a partir de la década de los años ochenta. La nueva mentalidad generada por el sistema alentaba una especulación masiva y una concentración de la riqueza, lo que deterioraba la economía real. Bajo la lupa de Bretton Woods, existían controles muy estrictos, diseñados para proteger el tipo de cambio fijo. Tras su extinción, los flujos masivos de capital crecieron y se desarrollaron a un ritmo cada vez más acelerado.
De aquellos barros, estos lodos. Aspectos cotidianos de la economía actual, como la ingeniería financiera, las deudas superiores al cien por cien del PBI anual o instrumentos incomprensibles para el ciudadano común (como el mercado de derivados, donde ya no se comercia con cosas reales, sino con las variaciones que experimentará, a lo largo del tiempo, el valor que el mercado atribuye a las cosas), hubieran sido inconcebibles en los atlas clásicos de Bretton Woods.
Posiblemente, el siguiente paso lógico dentro de esta cadena desemboque en la eliminación total de la plata física, una medida ansiada por muchos gobiernos, la cual permitiría a los ministerios de hacienda acabar con la economía sumergida, aunque también fiscalizar cualquier transacción privada que realicemos (todo dejaría una huella digital en el ciberespacio).
Tal vez nuestros nietos también se encuentren en el futuro un añejo billete en un altillo del armario y, con él en las manos, vengan corriendo a preguntarnos: "Abuelo, ¿y esto para qué sirve?". Y, quizás, alguna vez, le contemos sobre el fenómeno de la Casa de Papel, una serie en la que el papel era mucho más que una simple hoja impresa.
Con información de Forbes España.