El blue se irá a las nubes, pero no quiero ir a la luna
Alex Milberg Director
Alex Milberg Director
La fantasía de mudarse a otro país se replica en incontables conversaciones de amigos, colegas, familiares. El agobio, la desazón y la ansiedad extienden la oscuridad de un túnel llamado Argentina, cuya luz pareciera encenderse solo fuera de sus fronteras. Sin embargo, la necesidad de esperanza ajena también sucede en otros sitios. Un amigo danés, profesor en Cambridge, harto del agobio del Brexit, evaluaba radicarse con su mujer griega y sus dos hijas en Copenhague. Incluso llamó a un colega danés para explorar posibilidades laborales. La respuesta lo descolocó: “¿Estás loco? ¿Cómo vas a venir a un país cada vez más fascista?”.
A un mundo de por sí agitado, con liderazgos como los de Putin, Trump o Bolsonaro, se sumó la decisión inédita del lockdown global en marzo, cuyo impacto económico ya se evalúa, pero el psicológico, sobre individuos y familias, fue subestimado por los presidentes que entregaron las llaves a la infectología. El pánico inicial, con la absurda idea de que el COVID-19 pudiera acercarse a la gripe española, desató una ola descripta por John Carlin: “La gente tiene miedo de morir, los políticos de pagar el precio, y los medios tienen miedo de cuestionar el miedo”. Hoy, con más de 35 millones de casos confirmados en todo el mundo, sabemos que la pandemia fue grave, pero que no tiene comparación con la gripe de 1928 que mató al 5% de la población mundial (como si hoy hubiera 400 millones de muertos en todo el mundo y no poco más de un millón). Otra gran diferencia: en 1918 el promedio de edad de los fallecidos fue de 28 años, pero más del 95% de las víctimas del C19 son mayores de 70 años o personas con comorbilidades. No se trata de minimizar la tragedia: no fue una simple gripe. Pero sí ponerla en perspectiva y analizar si los remedios aplicados primero por una dictadura china habrán sido los más acertados. En esta segunda ola, por lo pronto Europa priorizó la apertura de escuelas y apuesta a proteger a los más vulnerables: ancianos y personas con enfermedades preexistentes.
A la depresión psicológica se adhiere la económica. Es cierto que Argentina acompañó el pánico global con medidas aún más radicalizadas: desde el récord mundial de encierro a niños o la absurda discusión sobre los ejercicios al aire libre, a la soberbia chauvinista de compararnos hasta con Suecia. Un comité de expertos reducido a infectólogos y epidemiólogos que, encandilados por las luces, apostaron a aplastar el virus en una cuarentena primero de cien días y luego irrealizable. El impacto económico es uno de los mayores del mundo. A esto se suma la debacle heredada del macrismo, la dilatada renegociación de la deuda y la necesidad imperiosa de generar confianza ante un peso que se derrite cada día.
Irse siempre ofrece una ilusión. “Es para revertir el error de nuestros antepasados: probaron venir hasta acá, ahora nos toca volver al Mediterráneo”, me decía otro amigo que quizás pase del dicho al hecho y se sume al listado de otros grandes amigos científicos que emigraron hace décadas para no volver. Sin embargo, a la legítima aspiración de una vida mejor no hay que soslayar la nube y tormenta que persigue a la pantera aunque haya un día soleado: twittear animaladas de “la yegua o el gato”, con el cuerpo allá lejos, y la desdicha en la Argentina.
Yo nací en Barcelona, mis padres vivían en Ibiza, eran hippies, y tal vez por eso, inexorablemente, hoy dirija Forbes. Pese al blue, a la pandemia, a las desdichas, a algún rasgo masoquista, pese a muchas cosas, pero sobre todo por muchas otras, como escribió Manuel Peralta Ramos, “no quiero ir a la luna, a mí me gusta acá, me gusta acá, me gusta acá”.