Billetes sin valor en la Argentina: un problema autoinfligido
Marcos Falcone Politólogo. Fundación Libertad
Marcos Falcone Politólogo. Fundación Libertad
El billete de máxima denominación en la Argentina vale, actualmente, 1.000 pesos o algo más de tres dólares. Solamente ese dato debería ser suficiente para zanjar la discusión sobre si el país necesita billetes con mayor poder de compra, lo que es independiente de atacar las harto conocidas causas de este fenómeno (el déficit fiscal y la inflación). El gobierno, sin embargo, insiste en no imprimir billetes de mayor denominación, y una nueva discusión se abre mientras la vida cotidiana de los argentinos se vuelve todos los días un poco más complicada.
Los argumentos en favor de actualizar los valores nominales de los billetes son varios, y entre ellos se pueden destacar al menos tres. Por un lado, depender de menos papel para conseguir más productos o servicios es indudablemente más práctico. Hoy, en la medida en la que el gobierno no solo se niega a superar los 1.000 pesos por billete sino que insiste en imprimir más de 100, 200 o 500, se vuelven virales situaciones en las que aparecen “ladrillos” de billetes termosellados para pagar alquileres de departamento o retirar sumas irrisorias de un banco. Simultáneamente, los que tienen que depositar plata a través de máquinas desperdician horas de sus vidas en trámites que deberían ser extremadamente sencillos. Las imágenes que circulan se parecen cada vez más a las que estamos acostumbrados a ver en Venezuela; se pierde tiempo y espacio en transportar dinero y en contarlo.
Pero utilizar una cantidad de excesiva de billetes no es solo poco práctico, sino también inseguro. Billetes de menor denominación implican una mayor necesidad de transporte y eso, a su vez, implica desde una mayor cantidad de camiones de caudales hasta una mayor cantidad de bolsos y mochilas, todo lo cual es una oportunidad para que la delincuencia se interponga en su camino. Esta situación, por cierto, no aplica solamente a los habitantes de nuestro país, sino también a los turistas: debido a la intervención gubernamental en el precio del dólar y a las groseras demoras en implementar un sistema para que puedan gastar con tarjeta al tipo de cambio de mercado, los turistas también se vuelcan al efectivo. Si bien algunos se lo pueden tomar con gracia, es evidente para todos nosotros que la manera en la que los turistas son obligados a circular con efectivo conlleva un peligro más elevado para ellos.
Por último, el costo fiscal de imprimir billetes de menor denominación no es menor. En un momento en el que el ministro Massa intenta convencer a todos de que está haciendo algo por reducir el déficit fiscal, es insólito que se despilfarre el equivalente a más de 100 millones de dólares por negarse a lanzar billetes de 5.000 o 10.000 pesos. Para colmo, el papel que se utiliza para los billetes de 1.000 pesos es importado, y la inflación galopante hace que su impresión sea la más popular en la actualidad; pero todo eso significa que parte del gasto es efectivamente en dólares, que el gobierno en teoría está desesperado por conservar a fuerza de restringir las importaciones.
¿Por qué no se imprimen billetes de más alta denominación? El gobierno no tiene argumentos para no hacerlo, pero la negativa de la vicepresidente Cristina Fernández de Kirchner sería la que detiene los cambios: ver billetes de 10.000 pesos en la calle, después de todo, significaría reconocer un problema, algo que ya desde la intervención del INDEC en 2007 quedó claro que el kirchnerismo es incapaz de hacer. Sin embargo, la altísima velocidad de circulación del dinero quizás sea un boomerang para el gobierno, porque a medida que se acelera la inflación y los billetes se desactualizan cada vez más todos se apuran a sacarse de encima los pesos de una forma que psicológicamente puede contribuir a espiralizar el fenómeno.
Mientras el kirchnerismo hace silencio sobre este problema, es incierto si un futuro gobierno de Cambiemos querrá atacarlo. El antecedente de Macri es positivo en el sentido de que rápidamente se pasó de un papel de 100 a otro de 1.000 apenas comenzó su mandato, pero también se vieron argumentaciones dentro de su propio gobierno en favor de la bancarización que indirectamente están en contra de la idea de actualizar los billetes.
El movimiento en favor de la bancarización, que viene de Estados Unidos y Europa, se propone derrotar al crimen organizado en parte a través del fin del efectivo; por ese motivo, por ejemplo, se discontinuaron en la Unión Europea los billetes de 500 euros. Sin embargo, y más allá de las legítimas consideraciones sobre el derecho a la privacidad que pueden surgir, el problema es que en Argentina lo que más se parece al crimen organizado es precisamente el Estado: sobran testimonios de cómo los impuestos, las recaudaciones bancarias y las percepciones (en la práctica a veces irrecuperables) empujan a la ciudadanía a la informalidad. Las personas no pierden horas de su tiempo en un cajero automático para depositar porque tienen ganas; lo hacen porque si tuvieran que cumplir con todo lo que les exige el Estado, estarían probablemente fundidos.
El problema de los billetes de baja denominación es uno de los pocos que enfrenta la Argentina que tiene una solución barata e inmediata: imprimir otros de mayor denominación. El 100% de los argentinos vería su vida cotidiana facilitada con un cambio de este tipo. Si el billete tiene que ser de 10.000 o de 50.000, como propuso hace poco Ricardo López Murphy, no es tan relevante como el hecho de que hay aquí un problema que se tiene que reconocer y que es fácil de solucionar. Tiene que ser posible, por una vez, que la Argentina actúe como un país normal.