No existe jornalero alguno que no sienta necesidades; que a esa sensación no se usa el vehemente anhelo de satisfacerlas y por último que, más tarde o más temprano, no se revuelve airado contra las dificultades que se opongan a sus deseos. ¿Quién puede negar que el sistema proteccionista exagerado es la valla fatal que se levanta contra él para que pueda realizarlos?
Leandro N. Alem (1894), El proteccionismo y el pueblo
Dos noticias aparentemente inconexas han poblado en los últimos días la agenda de los medios de comunicación: por un lado se encuentra el hecho de que, a la luz de los datos de inflación de septiembre, los productos textiles continúan subiendo por encima del resto y acumulan ya 118% de alza interanual; por otro lado está la pelea entre la UCR y la Coalición Cívica por un proyecto de esta última para derogar la ley 19.460, que establece exenciones impositivas para industrias en Tierra del Fuego, y que, al menos en un primer momento. parecía contar con la anuencia de Sergio Massa. Estos son los temas que discutimos hoy, pero son solo la punta de un enorme iceberg de ineficiencia e injusticia que afecta al país desde hace décadas: el proteccionismo.
El fantasma del proteccionismo, en efecto, recorre la Argentina desde hace casi cien años. Se trata de un fenómeno que al principio lucía inevitable: luego de políticas erráticas a fines del siglo XIX, la Gran Depresión y el cierre de fronteras de los años treinta empujaron al país también a limitar el comercio internacional. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente a partir del gobierno de Perón, la decisión de encerrar al país en sí mismo fue una muestra de voluntad que luego se convertiría casi en un reflejo, en un instinto de supervivencia para sobrevivir.
Y es que el proteccionismo ha creado poderosos grupos de interés que se resisten, con lógica, al libre comercio: los altos aranceles a la importación de manufacturas y a la exportación agropecuaria, así como los créditos subsidiados a la industria, han configurado un escenario de ganadores y perdedores donde los primeros no están dispuestos a resignar sus privilegios porque eso implicaría la pérdida de su negocio. Si la industria textil tuviera que competir contra productos internacionales, los precios de sus productos no podrían subir más que el resto; de hecho, probablemente bajarían en comparación con los otros, como ocurrió durante el gobierno de Macri.
Los resultados de décadas de proteccionismo están a la vista: la Argentina es uno de los países más cerrados del mundo al mismo tiempo que faltan insumos, huye el capital productivo y escasean las fuentes de trabajo generadas por proteger a la industria. De hecho, si uno considera el costo de oportunidad del cierre, el balance de empleo es incluso negativo, según la tesis doctoral de José Luis Espert. En cualquier caso, cada ejemplo es más obsceno que el anterior: en el caso de la industria ensambladora de Tierra del Fuego hay en este momento 45 millones de argentinos que son rehenes de una provincia de 150.000, y quienes más sufren las consecuencias de este sistema perverso son los más pobres. En efecto, aquellos que pueden viajar o pagar más para comprar productos electrónicos no tienen problema en sortear el obstáculo, mientras que son los que tienen menos posibilidades los que se quedan con productos peores y más caros, si es que logran acceder a ellos. De eso se trata la famosa caza en el zoológico que produce el proteccionismo.
Paradójicamente, los peligros de este sistema hoy defendido por la izquierda y el kirchnerismo nos fueron transmitidos por figuras como Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista, que decía en Internacionalismo y patria (1925) que la abolición del proteccionismo sólo amenaza las ganancias espurias que a su sombra realizan algunas empresas y la renta abusiva de tierras destinadas, gracias a la aduana, a cultivos que económicamente debieran ser hechos en otros países. También Leandro N. Alem, ¡fundador! de una UCR que hoy rechaza de forma tajante la idea de terminar con el régimen especial de Tierra del Fuego, se quejaba ya en El proteccionismo y el pueblo de 1894 del que calificaba como un sistema proteccionista, ciego, exagerado y absurdo, sin siquiera imaginar lo que sobrevendría en el siglo posterior.
Ni Juan B. Justo ni Alem son excepciones, claro. El libre comercio, de todas prescripciones potencialmente contenciosas de la economía, es el que más consenso genera al interior de la disciplina. No se trata de que haya economistas monetaristas como Friedman o austríacos como Mises que argumenten en favor del libre comercio: cualquier manual introductorio a la ciencia económica lo menciona inequívocamente como positivo. Incluso economistas como Keynes en el pasado o Krugman en el presente, a grandes rasgos considerados como intervencionistas, han sido sin embargo fervientes defensores del libre comercio. Y si alguno admitiera la posibilidad, para salvar el argumento, de proteger a industrias nacientes, ¿cuánto tiempo deberían permanecer las personas pendientes de lo que ocurre con ellas? En otras palabras, ¿cuántos años tardará en nacer la industria textil argentina? ¿Doscientos años no son suficientes?
Si el problema con el funcionamiento del proteccionismo es que distorsiona la economía, impide el crecimiento genuino y afecta a los más pobres, el drama de quitárselo de encima es que todos los incentivos están alineados para que la tarea sea dantesca. Si la Argentina avanzara hacia el libre comercio, todos ganaríamos algo, pero pocos perderían mucho, razón por la cual la dimensión del desafío es colosal. Sin embargo, no se trata solamente de una cuestión de eficiencia: desmantelar el proteccionismo no solo será bueno para la economía, sino que será justo.
El corporativismo de un país para pocos debe terminar en nombre de un país para todos: este es el norte que cualquier propuesta en favor del libre comercio deberá tener.