Las reservas, el dólar y la información: la necesidad de precios libres
Marcos Falcone Politólogo. Fundación Libertad
Marcos Falcone Politólogo. Fundación Libertad
Desde hace algunos años, los gobiernos argentinos han recuperado una costumbre que se había abandonado en la década del 90: los controles de precios. La justificación es, por supuesto, la inflación: dados los aumentos, ¿por qué no prohibirlos? El problema es que, si dejamos la cuestión moral de lado, la justificación política no tiene sentido económico: como cuentan Robert Schuettinger y Eamonn Butler en 4000 años de controles de precios y salarios, sabemos que no funcionan. Sin embargo, una y otra vez se insiste desde el poder en establecerlos.
Al hablar de controles de precios uno piensa generalmente en productos que se pueden encontrar en un supermercado, pero la intervención estatal puede ir (y de hecho va) mucho más allá hasta alcanzar un precio que incide directamente en el de todos los otros: el del dólar. Los gobiernos kirchneristas, en particular, se han obsesionado con la idea de “controlar” el precio de dólar para así “controlar” la inflación. Y así como insisten con los controles en las góndolas, también lo hacen con los de la divisa, aunque el mecanismo por el cual lo hagan no sea oficial sino informal.
Sin embargo, el resultado de bajar artificialmente el precio del dólar es exactamente el mismo que el de regular de esa forma cualquier producto o servicio: la escasez. Esto debería ser obvio para cualquiera: si todos percibimos que el precio de algo es más bajo de lo que debería ser, querremos comprarlo y pronto se agotará o volverá al precio que creemos que debería tener. Si se puede conseguir un dólar a 130 pesos mientras creemos que en realidad vale 290, pero quien lo vende insiste en hacerlo por poco dinero, ¿cómo no va a haber escasez?
En el contexto de hoy, la preocupación del gobierno y de muchos analistas es el drenaje de reservas que tiene el Banco Central. ¿Pero cómo no va a perder stock un oferente que fija de facto un precio por debajo del de mercado?
En este caso particular, las consecuencias de regular el precio del dólar son doblemente ruinosas porque la única forma de evitar la escasez es tomar dinero que el BCRA no tiene: nunca es gratuito mantener un precio en el que nadie cree. Lucas Llach ironizaba, hace unos días: “Tienen que llegar rápido los dólares prestados así podemos seguir vendiéndolos a 50 centavos de dólar”: así de absurda es la política que está siguiendo el BCRA hoy.
Para colmo de males, la intervención oficial sobre el precio del dólar también se mantiene gracias al “cepo”, es decir al hecho de que solamente algunas personas o empresas estén autorizadas a comprar el dólar oficial. Y la consecuencia del cepo no es solamente la injusticia de que el Estado decida que algunos pueden y algunos no, sino también el despilfarro. Así se entiende, por ejemplo, por qué durante este tipo de períodos se suele ver un boom de autos importados o por qué incluso hoy es libre la importación de yates: si las compras se hacen a dólar oficial, ¿por qué no? ¿Para qué comprar peores bienes o materiales si el Estado subsidia el 50% o más de la compra?
Martín Krause plantea, en La economía explicada a mis hijos y en relación al paper “El cálculo económico en el socialismo”, que escribió Ludwig von Mises en 1920, que construir un puente con platino tendría el mismo sentido que hacerlo con acero si no supiéramos que el segundo es mucho más barato que el primero. Aunque de forma menos absurda, hoy se dan hechos similares: como el precio del dólar está intervenido, algunas personas específicas toman decisiones que no serían rentables y sí serían absurdas con precios libres mientras los perjudicados son todos los argentinos.
En este contexto, una pregunta válida que subyace a toda esta discusión es la siguiente: ¿por qué nos importan las reservas del Banco Central? Y la respuesta, otra vez, tiene que ver necesariamente con el control gubernamental de la divisa: si cualquiera pudiera comprar y vender cualquier cantidad de dólares legalmente, el precio se ajustaría solo y a nadie se le ocurriría mirar las reservas como indicador de solidez financiera del Estado. La solución a la escasez es, en efecto, el precio. Si sinceráramos el del dólar, el “susto” por las ventas del BCRA se terminaría. Por otro lado, el impacto en la inflación, al que tanto teme el gobierno, no tendría retrasos artificiales que se acumulen hasta una inevitable devaluación, y forzaría por lo tanto al Estado a solucionar sus propios descalabros.
No habrá un fin para este control de precios aplicado al dólar que no sea negativo porque el Estado, sencillamente, no puede saber cuál es su precio correcto: ya se ha inventado un mecanismo para saber cuánto deberían valer las cosas que se llama “mercado”, que se rige por la oferta y la demanda libres.
En “El uso del conocimiento en la sociedad”, su famoso paper de 1945, Friedrich Hayek explicó la “maravilla” del sistema de precios: la cooperación entre millones de personas con información incompleta produce mejores resultados que decisiones centralizadas y necesariamente arbitrarias.
Por todos estos motivos, se necesita un cambio de paradigma que aleje por completo al Estado de las fluctuaciones del precio del dólar. Tanto la teoría como la práctica enseñan que el control del dólar no es bueno ni puede terminar bien. Hasta que la obsesión del kirchnerismo por manipular su precio finalice, las “conspiraciones” que vea por presionarlo al alza no serán sino intentos de las personas por protegerse de la verdadera causa de la corrida, que es la desvalorización de la moneda causada por el descalabro fiscal. Y hasta que ese desequilibrio no se corrija, el peso seguirá siendo una moneda de la que todos intenten huir. Hasta que no cesen todos estos ataques contra los que tienen pesos, su demanda seguirá bajando y la de dólares seguirá subiendo. Y controlar el tipo de cambio solo servirá para generar injusticias.