La agenda política de las últimas semanas se ha visto marcada por la polémica en torno de los fondos que reciben las provincias y la Ciudad Autonóma de Buenos Aires por parte del Estado nacional. La Corte Suprema dictaminó, días atrás, una medida cautelar que detiene la baja en el porcentaje de recursos de CABA impuesta por el presidente en 2020. Alberto Fernández, a su vez, amenazó con no cumplir con la orden judicial hasta que cedió parcialmente al anunciar que le pagará a CABA con bonos.
La discusión de estos días, sin embargo, está ligada exclusivamente a los avatares políticos de turno y no es un debate de fondo sobre lo que significa la coparticipación para la Nación, las provincias y sobre todo para los contribuyentes. Pero en vista de las enormes injusticias que acarrea el sistema de coparticipación federal de impuestos, y que solo superficialmente se ven en el contexto de la medida cautelar de la Corte, se vuelve necesario llamar la atención acerca de sus características para determinar qué sentido tiene su existencia (si es que tiene alguno).
La coparticipación federal de impuestos fue pensada en 1935 con el objetivo de que el Estado nacional, que dependía en aquel momento especialmente de impuestos al comercio exterior menguantes, no se desfinanciara. Al mismo tiempo, con el fin de evaluar cómo se distribuiría el porcentaje de las provincias, se implementaron aquella vez criterios de distribución que involucraban sus niveles de gasto y de recursos; con el correr de los años, también variables como la brecha de desarrollo o la densidad poblacional fueron utilizados. La masa coparticipable total para las provincias fue también cambiando con el tiempo: como es evidente, el grado de arbitrariedad tanto del monto que se reparte entre Nación y provincias como del que se reparte entre estas últimas ha sido siempre alto. En el contexto de la reforma constitucional de 1994, se le exigió al Congreso la sanción de una nueva ley de coparticipación federal de impuestos que, hasta hoy, no existe.
No debería ser una sorpresa que casi treinta años después de exigida, no haya aún una nueva ley de coparticipación: la discusión sobre ella revelaría hasta qué punto existen provincias que casi literalmente viven del esfuerzo de contribuyentes de otras. Por ejemplo: según datos del Instituto Argentino de Análisis Fiscal, Tierra del Fuego ha recibido en el año $368.141 por habitante, mientras que el mismo monto para CABA es de $40.550 por habitante. En el otro extremo del país, el 93% de los recursos que recibe Formosa no son propios sino que provienen de la Nación: ¿qué incentivo puede tener el gobernador Gildo Insfrán a mantener un gasto público razonablemente bajo si sabe que al final del día estará salvado por las transferencias del Tesoro? Lo mismo sucede en La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero, todas provincias donde más del 90% del gasto es financiado por transferencias: los recursos propios son irrelevantes y los gobernadores pueden, en este estado de cosas, repartir prebendas de forma permanente (y no pagarlas) para asegurarse el favor de sus votantes.
Uno podría contraargumentar a estas observaciones y decir que, si la distribución de recursos de la coparticipación se parece más o menos a los aportes que realiza cada provincia, entonces está justificada: pero este claramente no es el caso. Según la consultora Invecq, Formosa recibe 6,51 pesos por cada 1 que aporta; Tierra del Fuego, 1,38 por 1; la Ciudad de Buenos Aires, 0,11 por 1. Hay, claramente, ganadores y perdedores del sistema de coparticipación federal de impuestos, y con el paso del tiempo parecen ser siempre los mismos.
Los resultados económicos de justificar transferencias con el atraso son naturalmente desastrosos. En un intento patético por desviar la atención de lo que se hace con los recursos de la coparticipación, el presidente dijo estos días que en el norte del país se discute quién tiene agua y no cómo ampliar los subtes: pero el resultado de regarlarle dinero a provincias sin incentivos a mejorar no es la construcción de cañerías sino, por ejemplo, la de estadios de fútbol europeos a la salida de una villa miseria en Santiago del Estero, algo que el presidente también se encarga de defender. Si la coparticipación favorable a las provincias atrasadas existe hace décadas pero estas siguen siendo tan pobres como el día uno, es claro que algo que no funciona.
Debería pensarse cuál es el sentido de tener coparticipación si los que reciben dinero de más van a seguir haciendo las cosas tan mal como antes de tenerla. Si el atraso institucional y económico está protegido por dinero externo, no hay ninguna chance de que se produzcan cambios positivos desde adentro; por este motivo, diputados como José Luis Espert y Javier Milei han propuesto en varias oportunidades eliminar la coparticipación. ¿Qué ocurriría si no existiera? Una vez aclarados cuáles son los impuestos que les corresponderían a la Nación y a las provincias, de manera de evitar la doble imposición, un sistema de autonomía fiscal sería estimulante en muchos sentidos. Si los recursos de las provincias dependieran enteramente de sí mismas, no solamente existirían incentivos para no derrochar fondos públicos; también existiría una competencia de impuestos entre provincias que enviaría señales acerca de dónde es mejor invertir y hacer negocios. Además, las provincias dejarían de depender del humor del presidente de turno, que a fuerza de decretos cambia los porcentajes a piacere.
En nombre de la justicia, se ha creado injusticia: hoy, con el sistema de coparticipación vigente, algunas provincias están presas de otras, y todas a su vez están presas de la Nación. En el medio, los que pagan terminan siendo como siempre los contribuyentes, que con sus impuestos se ven obligados a mantener a medio país en el atraso. Ya va siendo hora de romper tantas cadenas.