Hace ya más de un mes, el ascenso de Sergio Massa como nuevo ministro de Economía producía un rally de bonos y acciones argentinas con la esperanza de que su figura pudiera encaminar la delicada situación en la que se encuentran las cuentas públicas. Aunque ha sido partícipe de este gobierno en todas sus versiones desde 2003, Massa es percibido como un político sin escrúpulos que puede cambiar su opinión según le sea más conveniente. Y dado que hoy lo conveniente es parar una inflación que se acelera y se acerca a los tres dígitos anuales, la idea es que él podría tomar las medidas necesarias para hacerlo.
Quizás sea útil en este sentido recordar que, en la previa de las elecciones presidenciales de 2019, Guillermo Calvo sostenía que lo mejor que podía ocurrirle a la Argentina era un triunfo del peronismo, porque según él el descalabro fiscal ya era entonces imposible de mantener y por lo tanto la situación debía ser administrada con sumo cuidado. El ajuste popular, según su razonamiento, no lo iba a poder llevar a cabo Mauricio Macri porque el nivel de conflicto sería demasiado alto; por lo tanto, el triunfo de Alberto Fernández era deseable.
Tres años después, el país sigue esperando el tan anunciado ajuste, pero nuevamente parece haber actores en los mercados financieros que juegan con la idea de un volantazo o del surgimiento de un neo-Menem. Massa, supuestamente, viene a encarnar esta visión del peronismo que puede dar el brazo a torcer y finalmente vencer al kirchnerismo. Según esta teoría, lo que Guzmán no pudo hacer Massa ya lo está haciendo: en cuestiones simbólicas, como los nombramientos, y sustantivas, como la gestión de tarifas de los servicios públicos y el flamante desdoblamiento cambiario, parecería verse un cambio en la política económica del gobierno.
Pero las expectativas, que juegan un rol central en la suerte de los actores tanto en la política como en la economía, pueden cambiar. El mercado puede retirarle la confianza a políticos o a economistas de un momento a otro: lo sabe muy bien, por ejemplo, Mauricio Macri, que vio en 2018 cómo las dudas sobre el sendero fiscal de su gobierno devinieron en una crisis que luego le costaría la reelección. Sin embargo, quizás una comparación más acertada en relación al nivel de expectativas que ha generado Massa sea con Domingo Cavallo, que en 2001 era percibido como el único que podía salvar la convertibilidad de un colapso y cuya llegada al débil gobierno de Fernando de la Rúa produjo un corto pero fuerte entusiasmo. El resultado es conocido: el fin de ese gobierno significó, a la postre, también el fin de su carrera política.
Hoy Massa, como hace veinte años Cavallo, es visto como el único que puede torcer un rumbo de otra forma inevitable. Sin embargo, esa salvación no es producto de la expertise económica sino de la política. En efecto, la diferencia más importante entre Massa y Cavallo es, para los propósitos de este artículo, que mientras el segundo era un experto en economía pero no necesariamente en política, el primero sí es un animal político y no económico: Massa ni siquiera es economista. De hecho, es por ese motivo que se siguió con atención la novela del nombramiento del sí economista Gabriel Rubinstein, nuevo viceministro cuyo puesto estuvo en peligro cuando salieron a la luz tweets en los que se burlaba del kirchnerismo y hasta sostenía que sumarse a un gobierno peronista era declararse a sí mismo idiota.
Al entrar al gobierno, Sergio Massa parece haberse jugado no solamente su carrera como ministro sino también como candidato presidencial futuro. Personajes como él, o como Horacio Rodríguez Larreta, no gozan según las encuestas de la confianza de la ciudadanía porque son demasiado traslúcidos sus deseos de acceder a la presidencia, incluso si eso ocurre al costo de no emitir opiniones o de cambiarlas según la marea. Por lo tanto, su forma de legitimarse tiene que ser la de una buena gestión.
Pasado solo un mes desde su asunción, sigue siendo incierta la respuesta a la pregunta de si Massa podrá encarrilar al gobierno. Que pueda nombrar a sus colaboradores y quizás bajar ligeramente el déficit fiscal mientras busca financiamiento en el exterior, como ha tratado de hacer esta semana en su gira por Washington, puede parecer alentador en el corto plazo pero es definitivamente insuficiente para eludir una crisis mayor en el futuro. El ajuste, hoy, puede pasar desapercibido en un contexto en el que el presidente se ha retirado de la escena pública y en el que la atención mediática pasa por la vicepresidente, ya sea por el juicio de Vialidad o el atentado que sufrió la semana pasada. Pero las consecuencias directas del ajuste, aunque se retarden en el tiempo, son indeseables para cualquier político; de otra manera, no veríamos cómo todos tratan de posponerlo para que le toque al siguiente.
Y es que los incentivos, que en última instancia son los mejores explicadores de la política y la economía, están cruzados: Massa se juega su carrera política y por lo tanto necesita tener éxito, pero al mismo tiempo otros podrían apropiárselo si efectivamente lo tiene. Quizás la función de Massa sea la de mantener la mecha y dejar que la bomba de emisión monetaria futura le explote al próximo gobierno, lo cual podría dejarlo a él en una buena posición si decide retirarse de la escena el año que viene y candidatearse a la presidencia en 2027. El supuesto, claro, es que la memoria del público no será demasiado aguda. En cualquier caso, Massa deberá pasar de las palabras a los hechos más temprano que tarde, porque las expectativas tienen basamento en la realidad y si esa realidad no se modifica, rápidamente las expectativas harán lo propio. Y en un escenario así, las consecuencias para un país que lleva más de una década en crisis son imprevisibles.