Altos impuestos, bajas prestaciones: un sistema previsional que expulsa a los trabajadores
Marcos Falcone Politólogo. Fundación Libertad
Marcos Falcone Politólogo. Fundación Libertad
Desde hace ya décadas, una de las características salientes del mercado laboral argentino es su alto grado de informalidad. Aunque distintas estimaciones difieren, por lo menos desde la década de 1980 el empleo asalariado no registrado ha crecido sostenidamente. Hoy, el Indec sostiene que existen cinco millones de asalariados no registrados, dato que sin embargo no incluye a monotribuistas que en muchos casos también son asalariados encubiertos.
Los problemas asociados a la informalidad son harto conocidos: históricamente, quienes trabajan en negro desearían no hacerlo si pudieran acceder a un empleo en blanco. Los empleados informales no acceden, en teoría, a beneficios presentes que sí tienen los formales (como las vacaciones) pero sobre todo futuros: la jubilación. Pero la informalidad también es un problema para los empleadores, que si bien minimizan costos son vulnerables a inspecciones, multas y juicios que a veces ponen en peligro su propia existencia.
Hoy, la novedad es que al menos parte de la informalidad laboral es voluntaria. Por un lado, en un mundo globalizado, crece el número de relaciones laborales en negro en el exterior: formalizarlas implica que el Estado se apropie de un 50% de los ingresos debido al cepo cambiario y recién después aplique todos los otros impuestos que ya hacen inviable el empleo en blanco local.
Por otro lado, incluso dentro del país empleados y empleadores comienzan a negociar contrataciones informales que les permitan a los primeros ganar más y a los segundos ahorrar. Cada vez más empleados entienden que les conviene estar en negro: no solamente pagan menos impuestos hoy, sino que tampoco tienen que preocuparse por retornos futuros que son altamente inciertos.
¿Cómo llegó la Argentina a normalizar un comportamiento laboral que en países comparables sería considerado insólito? En gran medida, la “barranización” de la economía es obra del kirchnerismo, y no solamente debido al modelo de altos impuestos que pregona sino también a su contrapartida en el gasto público. Desde 2003, Néstor y Cristina Kirchner detonaron el sistema previsional con la entrega de millones de jubilaciones sin aportes a tal punto que hoy, según datos del Ministerio de Economía, el 80% del déficit fiscal se explica por el gasto público en moratorias previsionales. Ese déficit fiscal explica la inflación desbocada y el aumento del endeudamiento del Estado, lo cual a su vez da lugar a gobiernos que no quieren asumir el costo de sanear la situación y emplean “soluciones” efectivas para ellos pero dañinas para la mayor parte de la sociedad, entre ellas el cepo cambiario. El cepo, como es obvio, empeora dramáticamente los incentivos a blanquearse, lo cual achica la base de contribuyentes y contribuye a aumentar la proporción futura de beneficiarios sin aportes: hay aquí un círculo vicioso que, por cierto, el gobierno de Macri (con sus “pensiones universales para adultos mayores” o sus tardías restricciones cambiarias) tampoco rompió.
La detonación del sistema, sin embargo, se produce tanto por el resultado presente como del que se espera en el futuro: y es que el kirchnerismo se ha ocupado de destruir las expectativas de los trabajadores que hoy eligen salir de él. ¿Para qué aportar si cualquiera recibirá una jubilación? ¿Para qué aportar si, aunque uno aporte mucho, su jubilación será de todas formas miserable? ¿Para qué aportar si ese dinero se usará hoy en sostener un Estado enorme que no responde a las necesidades de las personas? Los incentivos están rotos.
Los actores que salen del sistema están siendo racionales: después de todo, el sistema previsional argentino fue calificado por el Global Pension Index en 2021 como el segundo peor del mundo debido a su insustentabilidad en el futuro. Es correcta la expectativa de que, si las cosas continúan como hoy, los aportantes de hoy no van a recibir contraprestaciones acordes a sus aportes; de hecho, el sistema se promociona abiertamente como “solidario”, lo cual no es sino un eufemismo para avisarle al que aporta mucho que, en realidad, recibirá poco. En este contexto, si el Estado argentino pretende que los jóvenes que ingresan en el mercado laboral sean parte del sistema, entonces tiene que cobrar como mínimo alícuotas efectivas en línea con las del mundo: no hay ninguna forma de que una persona que pagaría el 70% de sus ingresos en impuestos quiera voluntariamente formalizarlos.
Sin embargo, el levantamiento del cepo cambiario no cambia en sí mismo las relaciones laborales locales, la política de entregar jubilaciones a mansalva o la trayectoria del déficit fiscal: el empleo en blanco y el sistema previsional seguirán siendo inviables si los niveles de impuestos y gastos continúan como están. Las reformas que se precisan para dotar a la Argentina de “viabilidad” son muchas y muy variadas: para afrontar el problema de las personas que salen del sistema, una muy importante es la existencia de sistemas de capitalización individual. Si la única opción formal es la estatal, el drenaje seguirá.
En efecto, tiene que ser posible ahorrar para la jubilación propia de manera simple y legal. Cualquiera debería poder recibir jubilaciones acordes con sus aportes; y no hay mejor manera para hacerlo que con cuentas administradas según la voluntad de las personas. No hay mejor incentivo para hacer las cosas bien que tener el futuro de uno en las propias manos. Que sea posible hacerlo, además, forzaría al Estado a manejar su propio sistema de una manera responsable para evitar que los “competidores” le quiten clientes.
Si a un trabajador le van a quitar la mitad del sueldo solo por informarlo, entonces permanecerá siempre fuera del sistema. Y si lo van a obligar a realizar aportes cuantiosos para no recibir nada a cambio en el futuro, también se irá. Menos impuestos y más libertad para invertir en el futuro propio: el camino para repoblar el mercado laboral formal es claro.