En 2011, Myanmar se abrió al turismo tras 50 años de hermetismo. Hoy gana protagonismo en el sudeste asiático por sus templos budistas y su gente.
Más de 20 años antes de convertirse en presidente de Estados Unidos, Herbert Hoover llegó a Birmania (en 1907, bajo el colonialismo británico, Myanmar respondía a ese nombre) como el prometedor socio de una compañía minera internacional.
Esas tierras de suaves planicies bañadas por el río Ayeyarwady y encerradas por cordilleras montañosas de norte a sur eran ricas en teca y arroz, pero también en ámbar, jade, cobre, plomo, plata y zinc. La gente acá es la única realmente alegre y feliz en Asia, escribió durante su próspera estadía el republicano, quien, para 1914, ya había amasado una fortuna de US$ 4 millones.
Ese mismo año, estalló la Primera Guerra Mundial y Hoover dejó su exitosa carrera corporativa por su vocación humanitaria.
Aunque esa primera gran guerra pasó prácticamente desapercibida para los birmanos, la Segunda fue una historia bien diferente: al fin y al cabo, sus 700.000 kilómetros cuadrados de extensión estaban estratégicamente ubicados entre India y China.
Con un aguerrido Japón que ya había invadido las costas chinas desde Manchuria hasta Hong Kong, el país liderado por Chiang Kai-shek necesitaba desesperadamente todas las provisiones posibles por rutas no marítimas.
Así las cosas, Inglaterra y Estados Unidos se propusieron abrir un camino por el norte de Birmania que permitiera llevar armas y provisiones desde India a su aliado; de la noche a la mañana, una tranquila nación prácticamente ignorada por todos sus vecinos se había convertido en el punto más estratégico de Asia.
En menos de 365 días, 200.000 obreros lograron trazar una vía transitable a fuerza de pala, o a veces solo con sus manos, a través de la jungla y las montañas. Más de 2.000 murieron en el proceso. Pero Japón penetró la frontera por el sur, a través de Tailandia, y los siguientes años se perdieron en una tortuosa batalla para ambos bandos.
Cuando por fin los británicos lograron expulsar al ejército del emperador Hirohito, quedaban solo tres meses hasta los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki: la guerra terminó y esa ruta jamás se usó. Tres años más tarde, Birmania ganó su independencia y el camino fue definitivamente olvidado, devorado por la selva.
Pasaron más de 70 años desde estos acontecimientos y, durante gran parte de ese tiempo, pocos se acordaron de la mera existencia de Myanmar.
Ni siquiera cuando un golpe de estado que duró medio siglo inició una de las guerras civiles más largas de la historia. Recién, de a poco, el país empezó a cobrar notoriedad cuando la activista opositora al régimen Aung Sang Suu Kyi ganó el Premio Nobel de la Paz, en 1991. De todas maneras, ella tuvo que esperar hasta marzo de este año para poder ocupar un cargo político, después de que su partido arrasara con el 86% de los votos en las primeras elecciones libres en 25 años.
Hay, claro, un vaso medio lleno en toda esta historia: después de abrirse al mundo exterior en 2011 (y, por ende, al turismo), Myanmar es uno de los países mejor preservados de todo el sudeste asiático. Y tanto mochileros como amantes de los viajes culturales y exóticos cinco estrellas se están animando a redescubrirlo.
Naturaleza mochilera
Tiene con qué seducirlos: su paisaje natural (que incluye playas vírgenes sobre el Golfo de Bengala, una porción de los Himalayas y el majestuoso lago Inle, el segundo más grande del mundo, de unas 12.000 hectáreas de superficie), su arquitectura en pintoresca decadencia de la época colonial y su gente amabilísima (algo tendrá que ver el hecho de que el 85% de la población es budista, religión tan intrínsecamente unida a la vida diaria que el mismo lema del país se nutre de su filosofía: La felicidad se encuentra en una vida armoniosamente disciplinada).
Hay también quienes se verán atraídos por la figura de Suu Kyi, quien, además de presidir los ministerios de Relaciones Exteriores, Energía y Educación, es también la cara más repetida en libros, remeras y afiches de los vendedores callejeros.
Pero, sobre todo, Myanmar es reconocido por tener uno de los monumentos religiosos más gigantescos del planeta: Bagan, un complejo arqueológico de 13 x 8 kilómetros con nada menos que 2.200 templos budistas; construidos entre los siglos 11 y 13 en una suerte de fiebre general mística, son apenas un esbozo de lo que habrá sido el predio original, cuando la cantidad de templos superaba los 10.000.
Cada santuario es único. Los hay en forma de estupas o pagodas; algunos dejan su construcción de piedra al desnudo, otros están recubiertos en oro; a veces, alojan estatuas del Buda (sentado, acostado, ojos abiertos, ojos cerrados), pero muchos están vacíos; el más grande, Dhammayangyi, tiene forma de pirámide y 78 metros de largo; los más pequeños apenas podrían igualar el tamaño de una casa de muñecas.
Y lo mejor es que el área está abierta para que los visitantes la recorran libremente , y unas 1.000 personas llegan cada día, sobre todo de Alemania, Inglaterra y España.
Por tierra, la mejor manera de conocer Bagan es en moto eléctrica, único vehículo permitido además de la bicicleta. Sin embargo, por unos US$ 350 por persona, se puede admirar el paisaje desde un globo aerostático compartido con otras 12 a 15 personas - hay una opción premium, para cuatro personas, por US$ 400, que además incluye brindis con champagne luego de aterrizar.
Al menos unos 20 globos agarran vuelo unos minutos antes del amanecer, y la experiencia, si bien breve (dura poco más de 30 minutos), es inolvidable. Y el negocio crece:
Desde 2015, en Myanmar empresas como Oriental Ballooning ofrecen también travesías en altura por Ngapali Beach, Mandalay y el lago Inle, que permiten una vista única de pueblos rurales y recónditos.
Para los intrépidos, los trekkings de dos, tres o cuatro días entre las colinas de Kalaw y el lago Inle prometen encuentros directos con los locales: hombres de piel curtida y turbantes de colores, mujeres de sombreros de paja y caras pintadas con thanaka, el maquillaje natural de color crema que las protege del sol y ellas se aplican con esmero, en forma de intrincados diseños.
Aunque carecen de las comodidades de los hoteles de lujo (que, claro, vale la pena conocer, sobre todo cuando se trata de edificios históricos como clubes de remo y residencias de ex gobernadores restaurados con todas las comodidades de la alta gama), estas excursiones a pie permiten pasar la noche en monasterios y casas de familia.
Y así se llega a descubrir el tesoro incalculable de Myanmar: la hospitalidad profunda y genuina de su gente, que honra a los extranjeros llegados desde lugares lejanos con té caliente, comida casera y sonrisas sin reservas. Al despedirse, las palabras del líder de un clan pueden ser, para quien quiera escucharlas, una lección de sabiduría ancestral: Les deseamos buena fortuna a ustedes y a sus seres queridos, salud y, sobre todo, paz en sus mentes y sus corazones.