Alfred Hitchcock conocía al dedillo las reglas del cine, tanto las relacionadas con el lenguaje artístico como también las que se relacionaban con su funcionamiento como industria. Eso lo convertía en el primer candidato para romper los códigos a conciencia. En 1960 hizo Psicosis, una película memorable y revolucionaria. Era un proyecto pequeño, sin grandes ambiciones pero lleno de ideas nuevas. Paramount la había rechazado por desagradable y el director británico la llevó adelante con la productora que hacía su serie de televisión. La idea principal, efectivamente, era brutal y disruptiva: el personaje aparentemente central iba a desaparecer de la escena asesinado a los 45 minutos de película.
Hitchcock, que sabía entonces tanto de cómo hacer películas populares como de venderlas, tenía que enfrentarse al problema de que el impacto del asesinato de Marion Crane (el personaje con quien arranca la película, interpretado por Janet Leigh) no se diluyera con la información previa. Para eso, hizo una campaña publicitaria con dos objetivos. El primero era que nadie pudiera entrar a la sala una vez que la película comenzara.
Para entender esto, hay que repasar cómo eran las condiciones de exhibición de una película a fines de la década del cincuenta. Las salas proyectaban programas varios que podían incluir dos o más películas, cortos, noticieros y hasta números vivos. La gente entraba en algún momento, quizás con la película empezada y se quedaba hasta completar el ciclo, viendo la primera parte posteriormente. Acá es donde entramos era la frase clave para señalar que había que irse. Las películas se reeditaban en su cronología original en la mente del espectador. Si alguien veía la segunda parte de Psicosis (con Vera Miles como actriz principal) antes de la primera (con Janet Leigh como protagonista) el efecto buscado se perdía.
La otra campaña que hizo Hitchcock fue para evitar lo que ahora se conoce como spoiler. Le pidió encarecidamente al público que no revelara el secreto de la película. Por supuesto que al hacer estas campañas, el ingenioso showman no sólo se preocupaba por la forma en que iba a ser percibida su película sino que estaba sugiriendo de que se trataba de una obra especial, que no podía ser consumida con el mismo aire casual con que se venía viendo cine. En algún sentido, el director inventó lo que ahora es más común: la película evento que, gracias a algún truco publicitario, logra sobresalir por arriba del promedio en el interés generado.
Lo paradójico es que con tanta previsión por una sorpresa argumental, uno podría haber imaginado que esa era la única magia de Psicosis y que por lo tanto su fama se desvanecería en el tiempo, como el sensurrand de la película Terremoto (se movían las butacas) o el olorvisión, utilizado en películas que ya nadie recuerda, un sistema que liberaba hasta treinta fragancias a lo largo de la película acompañando las escenas, trucos efímeros de una era en la que el cine buscaba hacer algo distinto que la televisión para poder competir con ella. Todo esos gimmicks han quedado en el olvido mientras que la película Psicosis ha quedado como un clásico imperecedero, con escenas icónicas referidas una y otra vez en la cultura popular y hasta una remake reproduciéndola plano por plano en 1998 dirigida por Gus Van Sant. Todos sabemos que Marion Crane es asesinada en la ducha hacia la mitad de la película y todos sabemos que el/la asesina no es quien parece ser. Y sin embargo, el influjo de la película permanece. Entonces, ¿el spoiler no es tan importante?
El pedido de Hitchcock de no revelar el secreto de su película no hubiera tenido el menor efecto en la era de las redes sociales. Una cosa es manejar la conversación pública cuando esta se limita a grupos de cuatro o seis personas alrededor de una mesa en una cena y otra es una charla de a miles de personas al mismo tiempo, como se da ahora en las redes. Por eso, el pedido es individual: si uno se atrasa en el consumo de una serie se ruega que los demás no vayan revelando públicamente sus secretos. La prudencia corresponde a cada uno, hasta de los críticos: así, se popularizan los anuncios de que lo que se va a comentar revela algunos detalle que arruinarán una sorpresa. La crítica que no puede evitar contar argumentos de películas anuncia que determinados párrafos incluyen los famosos spoilers.
Quizás, lo que esta preocupación revela es que las películas que juegan con suspenso y revelaciones se pueden dividir entre aquellas en las cuales todo su poder está en la sorpresa y aquellas que pueden usar lo imprevisible como una herramienta más pero que tienen una estructura lo suficientemente sólida como para sostenerse más allá que lo inesperado sea conocido.
A medida que se profundiza en el tema, es sencillo entender que algunos mecanismos funcionan perfectamente independientemente de que se conozca el resultado final. La película 13 vidas, de Ron Howard, cuenta la historia del rescate de los chicos en la caverna Tham Luang, en Tailandia, en 2018. Por más borroso que se tengan los datos del episodio, todos sabemos que los doce muchachos y su entrenador fueron milagrosamente rescatados al cabo de algunas semanas. Sin embargo, la experiencia de esta película causa la misma angustia, suspenso, expectativa, incertidumbre que si no contáramos con esos datos.
No sólo eso, la película de Ron Howard juega con las reglas básicas del suspenso en varias escenas: por ejemplo, a un buzo que transporta a la salida de la cueva a uno de los niños se le caen las jeringas con las cuales debe ir durmiendo a su rescatado a lo largo del trayecto, que dura horas. La cámara muestra la mano tanteando el lecho del curso de agua; pensamos, porque nos lo han dejado claro en la narración, que si no recupera las agujas, el niño despertará y arruinará el rescate con sus movimientos. Respiramos aliviados cuando el buzo recupera su herramienta… y ahí comprendemos que ya sabíamos perfectamente que todo había salido bien y que la vida del niño representado no corría riesgos ya que el niño real en que se basa está sano y salvo, probablemente contemplando la película como cualquier otro espectador. Saber el resultado final no afecta, en este caso, el efecto buscado. Es un ejemplo suelto en la película que está compuesta por decenas de escenas con la misma estructura.
(Algo parecido sucedió con quienes volvieron a ver la cinematográfica final del Mundial entre Argentina y Francia. El testimonio de los espectadores seriales, que vieron el partido nuevamente, era que se volvía a sufrir, aun sabiendo el final feliz de la historia. Otros, como el autor de la nota, evitan volver a ver la última atajada de Emiliano Martínez por temor a que esta vez la pelota entre).
Hay un tipo de sorpresa particular en el mundo narrativo del cine que es el que más impacto tiene en el espectador pero, a la vez, es el que hace que toda la estructura de la película dependa de él. Una vez sabido, tanto el recuerdo como una segunda vez que se la consuma, cambiará todo, a menudo quitándole la gracia. Me refiero a esas revelaciones en el final del relato que lo resignifican enteramente.
Por supuesto, uno de los ejemplos a mano será el de Sexto sentido, película fantástica de 1999 que daremos por sabida por todos (atención, se viene un spoiler). La revelación de que el personaje de Bruce Willis está muerto es sorprendente y nos impacta. Queremos revisar la película para ver si todo cierra con esa idea que cambia el sentido de todo lo visto hasta el momento. Sin embargo, esa vuelta a la película sólo tiene el objetivo de revisar el truco de un mago, no de disfrutar una y otra vez la maestría cinematográfica, como nos puede pasar revisando una y otra vez Psicosis.
Una vez que entendemos esto, la distinción entre los dos tipos de películas se hace clara. De un lado, las que nos generan impacto y suspenso aunque sepamos todo. Del otro, Los sospechosos de siempre, El juego de las lágrimas, Sexto sentido, películas que pueden ser mejores o peores pero que consumen todo su placer en una única consumición. Esas son las que hay que proteger de los spoilers. Esa es su fragilidad. Las otras, a disfrutarlas en continuado.