En busca del Rey de la Patagonia
Delfina Krüsemann Editor.
Delfina Krüsemann Editor.
En el Parque Nacional Torres del Paine, un grupo de entusiastas de la fotografía se encuentra cara a cara con el enigmático puma de montaña.
Verlo es cuestión de suerte”, dice Pía Vergara, mientras que nuestra 4x4 atraviesa otro valle acuarelado del Parque Nacional Torres del Paine, en Chile. “La mayoría de los guardaparques han vivido por años aquí y nunca se ha encontrado con uno. Seremos muy afortunados si lo logramos”, continúa. Con 250 mil hectáreas, el parque es el tercero más visitado del país; 75% de los turistas son extranjeros, especialmente europeos, y todos llegan con la misma expectativa: un tête à tête con el “rey de la Patagonia”. La esperanza suele desvanecerse frente a la contundencia de las estadísticas: se calcula que hay apenas un ejemplar por cada mil hectáreas - y, de hecho, se trata de una densidad alta para el promedio de su hábitat, que va de Coquimbo (a la altura de La Serena) hasta el estrecho de Magallanes.
Pero Vergara pertenece a un selecto grupo de fotógrafos expertos en el fin del mundo que ha logrado no uno sino múltiples encuentros con el escurridizo puma. Ella es, en definitiva, una rastreadora profesional y, después de ver algunos de los retratos más espectaculares de su porfolio, queda claro que se ha ganado ese llamativo título en su CV.
Pía es también guía en Tierra Patagonia Hotel & Spa, un emprendimiento hotelero que combina turismo aventura, arquitectura sustentable y servicio cinco estrellas impulsado por los herederos de Henry Purcell. La singular historia de este hombre merece un paréntesis. Llegó en 1961 a Chile, con 26 años y algo de experiencia previa en un hotel Hilton de Estados Unidos. Lo convocaba su tío Bob para hacerse cargo de un remoto refugio de montaña en decadencia, con 125 habitaciones y ningún huésped. Lo convirtió en uno de los resorts de esquí más exclusivos del mundo, y el primero en Sudamérica: Ski Portillo. Más de medio siglo después y de la mano de su hijo Miguel, el imperio Purcell se extendió a los rincones más emblemáticos de Chile: el desierto (Tierra Atacama, inaugurado en 2008), la montaña (Tierra Patagonia, en 2012) y el agua (Tierra Chiloé, en la famosa isla sureña del mismo nombre, comenzó sus operaciones hace apenas dos años). El proyecto contó con una inversión de US$ 45 millones y una famosa familia chilena asociada, los Matetic, cuyos negocios van de los vinos a la aviación.
Frente al lago Sarmiento y con una vista privilegiada de las tres torres del Paine, Tierra Patagonia Hotel & Spa es un lodge de 42 habitaciones construido con un diseño camaleónico, a base de piedra y lenga, que lo vuelve casi invisible. Desde esta lujosa base de operaciones, finalista de los premios World Legacy de National Geographic, emprenderemos cada día una nueva expedición.
La primera incursión en la fotografía comienza al amanecer, para explorar los juegos de la lente con la luz del sol in crescendo. El despertar de las tres torres (elegidas “la octava maravilla del mundo” por más de cinco millones de personas en la votación online de Virtual Tourist), es un espectáculo sobrecogedor. No son parte de la cordillera de los Andes: el Aconcagua y compañía cuentan con más de 65 millones de años de antigüedad; en cambio, estas estacas de granito cumplen apenas doce, lo cual las hace las montañas más jóvenes del planeta. Con picos plateados y filosos, como cortados por una navaja, parece que la roca estuviese viva, impulsada por una determinación férrea de apuñalar el cielo.
Después del desayuno, partimos con rumbo a Laguna Verde, para un trek de seis horas que nos lleva a lo más profundo del bosque magallánico, con sus hipnóticos árboles nativos, los ñire y los lenga, y sus lagos aún congelados. Un solitario lechuzón emplazado en lo alto de una rama es el único testigo de nuestra aventura (con quien, claro, practicamos las bondades del zoom in y zoom out). Avanzamos offroad, cruzando valles y bordeando ríos; dos horas antes de finalizar el trayecto, nos sorprende la nieve, volviendo al entorno en un escenario aún más calmo y silencioso.
En medio de esta paz, ¿podríamos encontrarnos cara a cara con un pumá Pía confiesa que esas experiencias son tan mágicas como aterradoras. “Una vez, estuve a menos de dos metros de uno. Mi impulso fue correr, pero sabía que debía mantenerme inmóvil: si intentas escapar, entonces el animal piensa que eres su presa. Nos quedamos unos segundos mirándonos, hasta que finalmente dio media vuelta y se alejó. Fue increíble”, nos relata esa noche, mientras las copas de Carménère reviven nuestros cuerpos.
El segundo día es aún más frío y gris, así que tomamos un paseo en catamarán por el glaciar Grey. Flotamos en una extravaganza de témpanos blancos, plateados y azules, de formas tan surrealistas que uno podría sentirse parte de un cuadro en movimiento de Dalí. Pía toma foto tras foto, y nos invita a seguirla. Hace más de una década que visita el Glaciar Grey cada temporada, pero admite que nunca había visto hielos tan llamativos como hoy.
El trayecto de regreso en camioneta es interrumpido por un pintoresco desfile de guanacos, a los cuales intentamos retratar en plena acción. Ellos son el plato principal en el menú calórico del puma; las liebres también pueden correr la misma suerte, aunque no representan más que un snack para estos felinos que pueden alcanzar los 100 kilos y que prefieren cazar por la noche.
Al tercer día, sale el sol. Encaramos entonces hacia la estancia Las Cornisas, en el Cerro Guido, en donde un enorme macizo de basalto se transformó en el hogar de los majestuosos cóndores. Más de una veintena de ellos vuelan en gigantescos círculos para secar sus alas, en un show que bien podría considerarse ballet aéreo. No son los únicos en brindar un banquete fotográfico: en la cercana Sierra Bagual, patos, laicos y cisnes se reúnen en los charcos que dejó la lluvia, para celebrar la vuelta del calor. El nombre de la sierra hace referencia a la leyenda de los baguales, o caballos salvajes, que tendrían colas de hasta dos metros y vivirían escondidos en la Patagonia profunda. Según dicen los que creen, hace muchas generaciones atrás, los baguales eran parte de la tropilla de los estancieros de la zona, pero fueron liberados en distintas circunstancias y hoy, reconectados con su espíritu indomable, evitan cualquier contacto con los seres humanos.
Durante la última cena, disfrutamos de las bondades de la cocina gourmet y los mejores vinos de Chile, pero así y todo la ansiedad le gana al disfrute. Es que vimos cosas increíbles, pero todavía ningún puma, y se nos acaba el tiempo. Así las cosas, Pía decide tomar medidas extremas y nos comunica que organizó una expedición que comenzará a las cuatro de la mañana. La wake-up call a las 3.45a.m. es dura, y andar con las ventanas de la 4X4 bajas en medio de la noche gélida no es precisamente placentero. Pero ahí estoy, medio cuerpo fuera del vehículo, sosteniendo un reflector, a la búsqueda de un par ojos verdes. Si viéramos unos amarillos, serían de zorro; los naranjas indicarían que se trata de un guanaco, indica Sergio, nuestro chofer.
De repente, detectamos unos ojos? ¿verdes o amarillos? Sergio, nuestro conductor, para el auto. Todo mi cuerpo se tensa y mi único objetivo es no soltar ni mover el reflector que encandila al animal invisible detrás de esos ojos brillantes. Cada parpadeo parece durar una eternidad. ¿Los ojos volverán a “prenderse” en el mismo lugar, o los habremos perdidó Alrededor de esos dos círculos de luz, todo es oscuridad pura, infinita. Parecen más amarillentos que verdosos, pero se mueven de una manera tan felina.
En más de una oportunidad, el tiempo entre un parpadeo y el siguiente nos hace creer que perdimos a la misteriosa criatura. Pero esta última vez se está tardando demasiado. Luego de más de 15 minutos invertidos en esta chance, Pía toma la difícil decisión de seguir adelante. Sergio pone en marcha el vehículo y a los pocos metros, en una vuelta del camino, ¡ahí está! El rey de la Patagonia cruza el camino en todo su esplendor, con sus casi dos metros de longitud, a solo unos pasos de distancia. Pareciera que el animal nos estuviera mirando, pero no hay ni un mínimo de curiosidad en sus ojos. Como si fuésemos invisibles. Acá, en su reino salvaje, se sabe el ser superior y no podría estar menos interesado en este grupo de humanos entrometidos.
No hay tiempo de sacar la cámara y, de todas maneras, la poca luz no nos favorece; el flash no es una opción. Este es un momento para guardar en la retina. El puma toma velocidad, sube una colina y desaparece hacia el otro lado de la cima. Esperamos al amanecer para salir del auto e ir en su búsqueda. La adrenalina suprime el miedo, y el cielo teñido de rojo nos permite vislumbrar las huellas frescas de sus patas, hasta que cerca de un lago perdemos el rastro. A medida que el sol sigue bañando de luz el terreno, el espacio se transforma y no parece el mismo que el de hace media hora atrás. El frío nos cala en los huesos a medida que la excitación cede y deja lugar a un sentimiento de satisfacción y, también, algo de desconcierto. La cara más salvaje de la Patagonia se reveló, pero no dejó de ser un enigma.