El Papa Francisco murió el lunes y, en las horas que siguieron, los homenajes se enfocaron en su influencia global, su liderazgo religioso y su mirada política. Pero hay otra faceta: más silenciosa, más sencilla, más humana: la comida.
Porque, aunque dejó una huella en la historia, Francisco nunca se alejó del sabor de su tierra. Hablaba seguido de empanadas, pasteles y mate. Cuestionaba el desperdicio de alimentos como, en sus palabras, "un arrebato de las manos de los pobres". Organizó comidas anuales en el Vaticano para personas sin hogar.
No buscaba vinos exclusivos ni cenas de gala. Quería sentarse en una pizzería romana y comer tranquilo. Esa imagen destacaba porque chocaba con lo que se espera del poder. Y quizás por eso lo querían: no porque diera la espalda a la comodidad, sino porque la interpretaba distinto. Para Francisco, la comodidad no era riqueza. Era pan caliente. Algo para compartir.
En una época en la que tantas figuras públicas parecen inalcanzables —o cuidadosamente controladas—, la relación de Francisco con la comida se sentía distinta. No actuaba para la foto. Era auténtica. Su muerte no solo marca el final de un papado. También nos recuerda esos rituales cotidianos que forjan la conexión, el cariño y la memoria.
Un apetito familiar
Cuando Francisco asumió como Papa en 2013, no solo cambió el tono del Vaticano. También llevó consigo una conexión profunda con las comidas que lo marcaron desde chico.
Estaba el mate que tomaba todos los días, muchas veces ofrecido por peregrinos sudamericanos. Las empanadas que decía haber cocinado con su abuela en Buenos Aires. Su gusto por la chipa, ese pan de queso paraguayo, denso y elástico. Los alfajores rellenos de dulce de leche.
Incluso en Dilexit Nos, su carta espiritual de despedida, volvió a hablar de comida —no como metáfora, sino en forma directa— y recordó el momento de hornear pasteles con su abuela como un gesto de cariño y continuidad.
No los compartió por si acaso. Los nombró porque eran importantes.
Cuando la comida es un mensaje
Para muchos, Francisco tenía el don de transformar lo personal en algo que todos podían entender, y eso se notaba con fuerza cuando hablaba del hambre y la justicia alimentaria.
Con insistencia, señalaba que tirar comida era un "pecado" y llamaba a los líderes mundiales a pensar la seguridad alimentaria no solo como un problema logístico, sino como una obligación moral. Durante la Jornada Mundial de los Pobres, no se limitó a rezar: se sentó a almorzar y compartió el pan con cientos de personas que viven al margen.
Su mensaje fue directo: la comida no era un lujo; era un derecho que nadie debía perder.
La misericordia hecha visible
Francisco no solo habló del hambre. Hizo algo al respecto. En 2016 creó la Jornada Mundial de los Pobres, una propuesta impulsada desde el Vaticano que incluyó comidas, atención médica y apoyo concreto a personas sin hogar. Su compromiso no fue un gesto para la cámara: fue constante, visible y profundamente vinculado a su modo de entender la misericordia.
En una audiencia semanal de 2013 en la Plaza de San Pedro, que coincidió con el Día Mundial del Medio Ambiente de la ONU, Francisco criticó lo que definió como una "cultura del desperdicio", sostenida por el consumismo y el exceso.
"Desperdiciar comida es como robar de la mesa de los pobres y los hambrientos", dijo. "Esta cultura del desperdicio nos volvió insensibles, incluso ante el desperdicio y el descarte de alimentos, lo cual es aún más despreciable cuando muchas familias en todo el mundo sufren hambre y desnutrición", agregó.
Sus palabras no flotaban en el aire. Iban al hueso: "El consumismo nos acostumbró al exceso y al desperdicio diario de alimentos, a los que, a veces, ya no somos capaces de darles un valor justo", señaló.
El sabor del hogar todavía importa
Francisco pudo haber conducido la Iglesia desde Roma, pero su paladar nunca dejó Argentina. Y eso tiene peso, porque el sabor de casa, esas comidas que nos levantan y nos reconectan, no son simples gustos. Son anclas.
Incluso El Recetario del Vaticano, que recopila recetas vinculadas a sus platos preferidos, conserva esa misma esencia. No se siente como una movida de marketing elegante. Se siente como una colección de comidas evocadas en familia, compartidas en momentos simples.
Ya fuera una bagna càuda italiana o una bocha de helado de dulce de leche —como el sabor "Aleluya", creado en su honor en Roma—, no era una cuestión de darse un gusto. Era alegría, hospitalidad y pertenencia.
Lo que sigue adelante
Al reflexionar sobre la muerte del Papa Francisco, es importante ampliar la perspectiva para comprender su influencia en su totalidad y ver el peso histórico de su papel. No rechazaba la tradición; nos mostraba que la sencillez también puede conllevar reverencia. Tomaba mate todas las mañanas. Un ritual que lo unía a millones de personas que nunca lo conocieron, pero conocían ese sabor.
¿Quién creía que la comida podía ser un acto de misericordia? No solo en días festivos o festivos, sino en cada acto de compartir.
*Con información de Forbes US.
** Crédito imagen de portada: Foto: Giuseppe Ciccia/Pacific Press/LightRocket via Getty Images