Desde fines del siglo XIX el país se encaminó a construir una educación superior universitaria de excelencia, la mejor de la región, con universidades de la jerarquía de la UBA, de la Nacional de Córdoba o de la Nacional de La Plata. Llegando a alcanzar su esplendor entre los años 1955 y 1966, donde la Argentina se ubicó entre los diez países del mundo por su producción científica y uno de cada tres estudiantes universitarios de América Latina era argentino.
En el presente el país cuenta con más de 130 universidades de gestión pública y privada, y cerca de dos mil institutos terciarios. Y si bien hubo progresos en algunos aspectos durante las últimas décadas, como el aumento de la cantidad de instituciones que permitieron en parte mayor cobertura territorial y una oferta académica cada vez más amplia y variada, hay indicadores preocupantes, que desde luego están en línea con la crisis educativa por la que atraviesa la Argentina en todos sus niveles, retroalimentada bidireccionalmente con el contexto socio-económico. Solo basta mencionar por ejemplo que según el Observatorio de Argentinos por la Educación sólo 13 de cada 100 alumnos que inician la primaria terminan la secundaria a tiempo y con el nivel esperado en lengua y matemáticas, punto de partida en caso de continuar hacia la educación superior.
Un informe, del Centro de Estudios de Educación Argentina de la Universidad de Belgrano, indica que la Argentina tiene más estudiantes universitarios que sus países vecinos de Brasil y Chile, pero menos graduados. Por otra parte, según la Secretaría de Políticas Universitarias el promedio de tiempo en que los estudiantes universitarios argentinos logran graduarse es de nueve años, y apenas el 29,6% de los estudiantes que se gradúan lo hace en el tiempo previsto para sus respectivas carreras.
La Argentina debe defender y cuidar su educación universitaria libre y gratuita pero ésta debe ser de mayor accesibilidad justamente para quienes realmente necesitan de esa gratuidad para alcanzar su sueño universitario.
Contrario a lo que ha venido sucediendo, se deberían revalorizar las carreras cortas (tecnicaturas) con salida laboral y, en la oferta académica que sea posible, los títulos intermedios y los ciclos de complementación curricular para quienes -una vez insertos en el ámbito laboral- deseen completar su formación y alcanzar el título de grado. Las instituciones universitarias y terciarias deberían generar interacciones entre ellas, y a su vez un mayor diálogo con el ámbito laboral, para no permanecer como espacios académicos estancos.
Asimismo las universidades deberían promover la extensión de certificaciones suplementarias al título, que dejen constancia de la participación del graduado en actividades tales como la docencia (ayudantías), la tarea social y comunitaria, o la participación en proyectos de investigación científica, tecnológica o de innovación, durante el trascurso de su carrera. De igual forma expedir certificaciones de trayectos formativos, como constancia de los conocimientos adquiridos para quienes no lleguen a graduarse, de forma tal que los puedan presentar como parte de sus antecedentes a la hora de postularse a un empleo.
Las universidades deberían generar programas de capacitación continua, algo insoslayable para quienes hoy egresan y tienen por delante unos cuarenta años o más de ejercicio profesional en un mundo laboral con cambios cada vez más acelerados, especialmente generados por la innovación científica y tecnológica, sin desconocer otros cambios culturales, socio-económicos y deberíamos agregar ambientales, que irán cobrando una importancia cada vez mayor en las próximas décadas.
Los rápidos avances tecnológicos en la vida cotidiana de las personas como fenómeno mundial sumado a las realidades argentinas socio-económicas y productivas, de marcado deterioro en términos generales de la educación en el nivel primario y en particular en el secundario, obligan a la educación en su conjunto, incluyendo la superior, a repensarse con un gran desafío hacia el futuro. La educación es un aspecto transformador y modelador como pocos de las sociedades y determinante del futuro de las mismas, lo fue desde siempre y mucho más en el presente.
La Argentina en materia de educación, como en la mayoría de los temas de interés público, necesita dar un salto a la modernidad. Valorizando el pasado, tomando de él los aciertos, pero pensando en ese futuro inmediato que apenas nos demos cuenta será inevitablemente presente. La percepción que tenemos los argentinos de nosotros mismos, por ejemplo en materia educativa, a veces tiene que ver más con lo que supimos ser, que con lo que somos y hacia dónde vamos.
La educación no puede nivelar para abajo, tiene que reivindicar el mérito y el esfuerzo, y tiene que generar una real igualdad de oportunidades. La educación media tiene que permitir despertar vocaciones y la superior incentivarlas y potenciarlas. Un mañana mejor para la Argentina solo se puede construir recuperando una educación de calidad en el presente. No existe otro camino. La educación es una herramienta fundamental de lucha contra la pobreza estructural y es la que nos puede devolver genuinamente las expectativas sobre un futuro mejor.