Se llama “ingreso básico universal”, y es una idea que está ganando terreno en Estados Unidos y en Europa, en especial por el duro golpe que el COVID-19 les asestó a las economías. El gobierno les pagaría a todos los adultos una cierta cantidad de dinero cada mes, ya sea que trabajen o no. Los integrantes del Partido Demócrata aman la idea, al igual que algunos republicanos. También el Papa se manifestó a favor.
Uno de los candidatos demócratas a la presidencia, Andrew Yang, abogó por que se les pagara a todos los adultos US$ 1.000 mensuales. Aunque no ganó, su idea se está volviendo popular.
Italia tiene una medida respecto del ingreso mínimo, que compensa el propio salario si este cae por debajo de cierto nivel. España está reflexionando sobre algo similar. Si bien la propuesta de Andrew Yang suena tentadora ?¿quién no querría recibir US$ 12.000 extra por año??, sería muy perjudicial.
Aclaremos que no estamos hablando del tipo de programas de protección social como cupones de comida, subsidios de desempleo o Medicaid. Un ingreso garantizado sería corrosivo para la ética de trabajo de la gente, en especial en la medida en que los políticos aumentarían los beneficios al acercarse las elecciones.
Una medida así carcomería el vínculo esencial entre esfuerzo y recompensa, y alejaría a mucha gente del deseo de llevar vidas más productivas. Esto está mal, tanto desde el punto de vista moral como del económico.
El trabajo es esencial para que nuestras vidas tengan sentido. Nos da un propósito. Ofrece una estructura y alienta la disciplina, ayudándonos a ver más allá del momento inmediato para pensar en el futuro. Estimula el espíritu del “se puede” que es tan característico de la cultura norteamericana.
El trabajo produce los recursos que consumimos y las innovaciones que mejoran nuestro estándar de vida. También están los grandes problemas prácticos de implementar un programa como ese. Sería terriblemente caro. Se calcula que el esquema de Yang costaría US$ 3 millones de millones por año. Él impondría un impuesto nacional a las superventas del 10%, además de todos los otros impuestos que se pagan. Y, para ser realistas, ese índice tendría que ser considerablemente más alto.
Un auto que cuesta hoy US$ 30.000 nos saldría de US$ 35.000 a US$ 40.000 según el plan de Yang. Estas nuevas y muy pesadas cargas impositivas dañarían la economía al destruir el capital, perjudicando las inversiones productivas que son esenciales para lograr mayores ingresos y un mejor estándar de vida. Una economía estancada empeoraría las oportunidades y exacerbaría la inequidad.
Un enfoque más constructivo sería reformar y expandir el Crédito por Ingreso del Trabajo, que es, en efecto, un reembolso del impuesto sobre el salario. Esto significaría un sueldo neto más alto, libre de impuestos, para las personas de menores ingresos. Y crear las condiciones para una economía floreciente ?por ejemplo, con recortes impositivos? sería el plan más beneficioso de todos.
Recordemos que, antes del COVID-19, el salario de los trabajadores de menores ingresos estaba creciendo a un ritmo más rápido que el de cualquier otra persona.