Tras una primera semana de pacífica transición política entre gobierno entrante y saliente, la segunda nos sorprendió a todos debatiendo a Bugs Bunny. La polémica se agotó en unos pocos aunque intensos días en los que muchos reivindicaron a la liebre ?se explicó que no es conejó pero en los que no se logró responder la pregunta que lo caracterizó en su traducción al castellano: “¿Qué hay de nuevo, viejó”.
Por lo que sabemos hasta ahora, poco. Ni los problemas que hoy tiene la economía argentina son nuevos, ni las supuestas soluciones, comunicadas o conocidas de manera fragmentada, contradictorias y sin ningún marco u orden aparente, son precisamente innovadoras. Cepos, pactos de precios y salarios, desdolarización/pesificación de las tarifas o “de la economía”, aumento de impuestos? Ninguna de las recetas enunciadas suena original. Incluso, la mayor parte de ellas, así como sus contrarias, han sido ensayadas en algún momento de los últimos ocho años.
Pero hagamos foco: casi con la misma velocidad con la que lo levantó, el Gobierno reimpuso un cepo recargado, tanto o más pesado que el de fines de 2015, en un proceso acelerado que al kirchnerismo le había llevado cuatro años (de 2011 a 2015). En medio, claro, el tránsito electoral post Paso que hace que el próximo presidente sea en gran medida artífice de la herencia que recibirá de su antecesor. Después de todo, el pedido de Alberto Fernández de un “dólar a $ 60”, la inflación que el salto a ese valor implicó y el deterioro social aún mayor que la devaluación produjo deben considerarse al menos de responsabilidad compartida. Particularmente el archivo, más el de su espacio político que el del propio presidente electo, ayudó a frenar la estampida de dólares del sistema y la brutal caída en los precios de los activos argentinos; más bien aceleró ambas. Conclusión: a partir del 10 diciembre, Fernández deberá lidiar con aquellos problemas que los argentinos conocemos de memoria y para los que hemos generado anticuerpos, aunque no podamos evitar sus consecuencias. Nos atiborramos de los dólares necesarios para refugiarnos comprándolos en el mercado que sea o nos dedicamos a “preservar” los ahorros comprando bienes durables en cuotas, que esperamos que la inflación licúe. Cadenas de electrodomésticos, supermercados, mayoristas e incluso concesionarias prevén hacia fin de año una señal de vida de la demanda por “efecto cepo”.
Paradójico: parte de la herencia que recibirá Alberto Fernández de Mauricio Macri la generó él mismo.
La vieja conocida economía de la distorsión. Pero esa es la anécdota. Lo central se resume en algunas de las contradicciones y dilemas que asoman en el discurso del futuro gobierno. Por ejemplo: si el principal problema de la Argentina es la falta de dólares, tal como repite Alberto Fernández, su dilema es cómo conseguir que entren cuando rige un cepo que no los deja salir. Amén de las dificultades y temores que generan la relación con el FMI y la renegociación de la deuda. O, si Vaca Muerta puede ser la gran usina de dólares que el país necesita, cómo atraer la inversión y a la vez “desdolarizar” las tarifas cuando lo segundo es requisito sine qua non para lo primero. Otro dilema se relaciona con la inversión, el consumo y la idea de “ponerle plata en el bolsillo” a la gente como política económica. Si el nivel de inversión interno, indispensable para crecer, está en mínimos históricos por la caída fulminante del consumo, el punto es cómo lograr que resucite sin presionar aún más los precios. Se ha visto ya hace poco en la Argentina que la existencia de demanda es condición necesaria pero no excluyente para generar inversión en vez de inflación, ese gran ¿y eternó drama de nuestro país.
Por Virginia Porcella Periodista y miembro del Board Editorial de Forbes Argentina.