Lo vi llegar al hospital acompañado por familiares cercanos y ya junto a él en la sala de quimioterapia, escuché de sus viajes y también de su trayectoria en el ámbito del Derecho. Él parecía sobrellevar el tratamiento procurando distraerse a sí mismo con sus historias, sosteniendo el hilo de la conversación. Intentaba apoyarse en su locuacidad para transitar esa situación de vulnerabilidad y desconcierto. Pero fue cuando lo sorprendí con una pregunta que se removió el fondo de sus emociones. ¿Y cómo están tus miedos?, le dije, de pronto. Entonces me confió que en los cuatro meses que llevaba como paciente oncológico nunca había hablado del tema, nadie lo había interpelado de manera semejante.
A partir de ese momento empezó a soltar todo lo que significaba la enfermedad para él. Llorar fue sólo parte de su desahogo. Puso en palabras su sufrimiento. Y una vez abierto ese canal de contención desde la escucha atenta fue que luego surgieron entre nosotros el humor y la risa.
En los años que llevo acompañando a quienes deben afrontar el cáncer y también ahora en la circunstancia de la pandemia, junto a personas internadas a causa del coronavirus, me propuse entender cuál es la mejor manera de acercarse al dolor y al sufrimiento de los otros para que puedan liberar al menos parte de la carga que llevan.
He notado que frases como todo va a estar bien o esto va a pasar, que suelen decirse en momentos críticos, con la intención de aliviar a quien atraviesa el dolor, no sólo no generan alivio sino que, por el contrario, ponen freno a la libre expresión de todo eso que significan los padecimientos físicos. Porque una cosa sería manifestarlo como deseo (deseo que todo vaya bien o deseo que esto también pase) y otra pretender decirlo desde una seguridad que no tenemos pues quién podría anticipar que efectivamente la evolución de una enfermedad será favorable.
Ese tipo de frases se ha vuelto lugar común en la conversación con alguien que está enfermo o que quizás sufre por razones afectivas y en vez de ayudar provocamos el efecto contrario al buscado: desterramos toda posibilidad de que el otro se desahogue, lo dejamos solo con sus miedos y/o su angustia.
Muchas veces me han preguntado qué decirle a un familiar o a un amigo enfermo y me han confiado incluso que aún no se atreven a visitarlo o que no lo llaman porque no encuentran palabras para acompañarlo o aliviarlo. Yo me pregunto qué nos provoca el dolor del otro de manera que nos cuesta afrontarlo y nos inquieta no saber qué decir. Una posibilidad podría ser que tenemos miedo a la expresión de ese dolor, como si eso representara una carga que sostener, cuando en realidad se trata de ofrecer una escucha atenta como cauce para que ese otro libere sus emociones y en su propia fluidez encuentre sosiego.
En este punto habría que distinguir entre lo que supone sentir lástima o compasión por el otro. En el primer caso más que vincularnos con el sufrimiento ajeno solemos decir algo por compromiso. En el segundo caso, en cambio, logramos hacer foco en el dolor de la otra persona y podemos expresar algo en consecuencia.
En los últimos años, en los hospitales, he aprendido que no hace falta hablar mucho para alcanzar empatía con los pacientes. Más bien se trata de ayudarlos a desmenuzar sus miedos, tirando del hilo de la conversación cuando ellos consiguen empezar a soltarse. Entonces el sufrimiento se vuelve menos sufrimiento. ¿Qué hay que evitar, además de llenar el silencio sin pensar demasiado lo que decimos? Según mi experiencia no es aconsejable ser autorreferencial en el diálogo con quien ha acumulado sufrimiento por causas de salud o por conflictos con sus vínculos afectivos. Ni contar lo que uno ha sufrido o ha sabido del padecimiento de otros en circunstancias similares. Tampoco proyectar lo que sentiríamos en el lugar del otro. La mejor opción, en cambio, es estar plenamente presente en el encuentro, economizando nuestras palabras, para que el otro sienta que por ser escuchado tiene la oportunidad de llegar al sedimento de sus emociones y mostrarlo. Luego habrá tiempo para hablar de fútbol o de cualquier otro tema en busca de distracción.
Hay que tener en cuenta, además, que el momento del dolor y del sufrimiento puede ser también un momento de sabiduría pues quien los padece puede tomar conciencia de que su sí mismo no es la suma de los personajes que se ha creado a lo largo de la vida. Porque una enfermedad suele ofrecernos la oportunidad de repensar quiénes somos.
En semejante circunstancia es imprescindible intentar un acercamiento al otro desde la empatía porque no sólo se trata de ayudarlo a sentir alivio de la angustia existencial sino de ayudarlo a sanarse. Porque lo no expresado, se sabe, nos enferma. En cambio lo que se libera contribuye a la mejoría de la salud, me refiero a un amplio concepto de salud. En momentos así debemos ser conscientes del tipo de vínculos que somos capaces de generar, y valorar lo que significa la expresión de las emociones. En circunstancias de salud críticas el miedo a la muerte y la preocupación por lo que significaría nuestra desaparición para el núcleo de afectos cercanos abren la puerta a la angustia existencial. Por eso debemos tener en claro que el mejor aporte consiste en ser receptivos del desahogo de ese otro que ahora más que nunca se pregunta por el sentido de la vida y analiza cuánto gravita su presencia entre sus seres queridos.
Mejor hablar de ciertas cosas en vez de callarlas y hacer de cuenta que se trata de una situación pasajera, sin mayor trascendencia. El dolor y el sufrimiento del otro representan una oportunidad también para nosotros, para observar cómo nos impacta eso que él o ella expresan con dificultad o soltura, con gestos y silencios. Parte de esa receptividad que deberíamos ofrecer no sólo se abre paso entre palabras sino también al dar nuestra mano o acercarnos en un abrazo.
Creo que la pandemia es una circunstancia propicia para hablar de nuestros miedos en vez de dejar que nos distancien y nos callen. Hoy más que nunca ésta sería una manera de auto gestionar nuestra salud. Pero vayamos por más: pensemos en la salud colectiva como objetivo y empecemos a expresar lo que sentimos, conjuremos a esos miedos que nos rondan como fantasmas. ¿Qué mejor ofrenda a los otros y a uno mismo, que una charla en beneficio de la salud? Perdamos el temor de afrontar esta oportunidad.