Forbes Argentina
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3 Septiembre de 2019 17.04

Durante la segunda mitad del siglo 19 las cervecerías comenzaron a expandirse por la Argentina como la espuma cuando excede al porrón. Crecían al ritmo de las oleadas migratorias. La falta de hielo, con su consecuente dificultad para el traslado, fomentaba la pequeña producción regional.

En ese contexto desembarcó en Buenos Aires Emilio Bieckert, gringo de ojos azules como tantos, con la ambición de perpetuarse como pocos. Descendiente de una familia cervecera de Barr, en el alto Rhin, localidad cercana a Estrasburgo (Alsacia), abandonó la casa paterna a los 16 años sin ningún tipo de ayuda económica y con sus ganas de trabajar como único capital.

Su deseo de progreso se puso de manifiesto al levar anclas. Se desempeñó como mozo de a bordo el tiempo que duró su viaje en barco. Apenas puso un pie en la Buenos Aires convulsionada de 1855, enfrentada a la Confederación Argentina, se identificó ante las autoridades aduaneras como cervecero, oficio que de inmediato le abrió las puertas del establecimiento “Santa Rosa”, dirigido por Juan Buehler.

Emilio aprendía rápido y le llevó poco tiempo dar forma a lo que serían los años por venir. El 15 de febrero de 1860 comenzó a poner a prueba los conocimientos heredados para encarar el primer proyecto propio. La fábrica era modesta, pero eficiente. Dos hombres se dividían la faena: un peón y Emilio, ambos instalados en un patio al fondo de una casa del barrio de Balvanera. Solo contaba con dos pipas, imprescindibles para que pudiera fermentar el líquido que se iba desprendiendo de la maceración de la cebada.

El producto final era liviano, color oro, burbujeante, en contraste con las bebidas que venía consumiendo el porteño, tales como las sangrías (agua y vino más azúcar que enmascaraba) y vinagradas (agua, vinagre y azúcar). Un año más tarde se mudó a un local acorde a la demanda, en la calle Salta. En paralelo, se aventuraba en nuevos desafíos que irían a repercutir en la calidad de vida de todos: fue él quien instaló la primera fábrica de hielo del país (hasta entonces venía en barcos especiales y se almacenaba en el subsuelo del Teatro Colón, que estaba en Plaza de Mayo).

En 1866 compró un edificio en Juncal y Esmeralda que se alzó como estandarte del progreso industrial de la época. Fueron dos décadas de incesante trabajo en las que la empresa se nutrió de 600 empleados que producían un promedio de 100 pipas por jornada. Contaban con una chimenea cuya altura la convertía en referente de los navegantes. Bieckert había logrado premios y el reconocimiento de su producto incluso en su patria, ya que en Alemania la compararían con la Pilsen. ¿Qué le quedaba, entonces, por conquistar? Algunos preciados caprichos. Fue quien introdujo los caballos percherones para tirar de los carros de cerveza. Y quien construyó el Teatro Odeón de Buenos Aires.

A todo esto, sumó un deseo de alto vuelo: añorando los gorriones de su ciudad natal en el Viejo Continente, importó 13 jaulas repletas de estos pajaritos. Un cuento que se ha repetido mucho es que en la aduana le pidieron una fortuna en derechos de importación y Emilio no tuvo más remedio que liberarlos, dejándonos a los argentinos una herencia que llegó a ser plaga.

Luego de 30 años de crecimiento cervecero, regresó a Francia y se radicó junto con su mujer en Niza. La empresa quedó en manos de un directorio, entre quienes figuraba el futuro presidente Carlos Pellegrini. Emilio Bieckert murió en 1913, a los 76 años, dueño de una fortuna de éxitos, sueños cumplidos y, de yapa, dinero.

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