Con la lupa puesta meramente en los números, el inicio del año económico está cargado de una tensión inexplicable.
Las cifras de crecimiento y de empleo no indican ninguna fiesta pero sí avances reales por primera vez en los últimos seis años. Incluso el consumo, la variable más castigada por el cambio de rumbo terminó por reaccionar en los últimos meses del año pasado.
Es cierto que la inflación es mucho más alta que la prevista, y que el desvío tanto de la meta oficial (de 8 puntos) como de las previsiones privadas, expande las dudas sobre la viabilidad del gradualismo pero, después de todo, ¿cuánto hace que convivimos con altas tasas de inflación, incluso en años que fueron buenos?
Está claro que el dato no es positivo, pero sería impreciso atribuirle los resquemores, el desencanto y la incertidumbre que enrarecen por estos días el clima económico.
Es evidente que la batalla -literal- por la reforma previsional marcó el punto de inflexión el humor social. A partir de ahí, ninguna noticia de la economía fue auspiciosa.
Ni siquiera la corrección del atraso cambiario con la suba veloz suba del dólar, que beneficia a muchos sectores productivos pero cuya brusquedad llegó a inquietar al argentino medio.
La cataratas de aumento, los que ya se produjeron y los que están al caer -tarifas de gas, electricidad y agua; prepagas, nafta, peajes y más- activó otra vez el chip de alerta en los consumidores, tal como demuestra la caída de 15 puntos en el índice de confianza del consumidor que elabora la Universidad Di Tella, pese a una recuperación de unos 4, puntos en enero.
Se tensaron anticipadamente las negociaciones salariales y los tradicionales conflictos gremiales tendrán una intensidad difícil de anticipar pero que, en todo caso, luce atípica para un año que no es electoral.
Como telón de fondo, tampoco cede el malestar por las altas tasas de interés pese al claro sendero de reducción iniciado por el Banco Central, a lo que se suma la disección de la reforma laboral que, de todas maneras, no generaba un gran entusiasmo.
Ante ese panorama, en la UIA no dudan en pronosticar que 2018 “será un año mediocre”, no sólo por los altos costos financieros (“la baja de tasas del Central no llegó al crédito”, explicó el dirigente José Urtubey) sino porque la reforma impositiva que ya está vigente, aseguran, tampoco aporta mejoras notorias en materia de competitividad.
Sin embargo, nada de todo esto parece casual ni sorpresivo sino, por el contrario, casi articulado. Recuerda al primer semestre de 2016, cuando el Gobierno apostó a gastar buena parte de su capital político acumulado tras la elección presidencial con la promesa de que el segundo semestre sería mucho mejor.
¿Será el primer semestre de 2018 tan difícil como el de hace un año y medió Y, más importante aún ¿llegará, efectivamente, esta vez el segundo semestre o, en el mejor de los casos, pasará a 2019?
Difícil de pronosticar pero vale señalar dos diferencias cruciales con los duros primeros meses de 2016.
La primera es que, aun a velocidad distinta de lo deseado y con dificultades para mantener el ritmo, la economía ya arrancó. No sólo se recuperó de la caída sino que ya superó su punto más alto, de mediados de 2015.
Ese derrotero incluyó la corrección de distorsiones que todavía subsisten como las tarifas, cuyo trauma no ha sido completamente superado, pero que allanó gran parte del camino.
La segunda diferencia puede, sin duda, depararle la mejor de las noticias a Macri. La fuerte reactivación de la economía brasileña ya está impactando con contundencia en la quejosa industria local, que puede registrar en los próximos meses un nivel de actividad impensado hasta hace.
Claro que, aunque las reformas tan radicales como polémicas que implementó el gobierno de Temer le rindieron sus frutos, nuestro vecino todavía incuba el riesgo de un tembladeral político en el que pueden convertirse sus elecciones presidenciales este año.
Tal vez un espejo de lo que nos deparará 2019. Pero para eso todavía falta mucho.