A partir de la primera Revolución Industrial y la consolidación de la economía de mercado a nivel global, la humanidad progresó de manera extraordinaria. Sin embargo, nos enfrentamos hoy en día a dos problemas centrales.
Por un lado, la tendencia a la desigualdad intrínseca al proceso de acumulación capitalista creó una brecha insostenible entre ricos y pobres, poniendo en riesgo la estabilidad de nuestras sociedades.
Por otra parte, el propio proceso de crecimiento dejó numerosos sistemas naturales al borde del colapso: la sostenibilidad del proyecto humano en la tierra se ve por primera vez seriamente amenazada por el cambio climático.
Esta situación habla a las claras de la necesidad de un cambio radical en el propio sistema capitalista, que no puede continuar únicamente regido por el mero objetivo de maximizar beneficios.
En el siglo XIX las decisiones de producción e inversión se tomaban únicamente con respecto a los niveles de rentabilidad esperados. En el siglo XX fueron desarrollados e incorporados sofisticados sistemas para medir y estandarizar el riesgo como segundo elemento central para las decisiones de inversión. En este marco evolutivo, en el siglo XXI llegó el momento de avanzar hacia la incorporación del impacto, la medida del beneficio de nuestras acciones para la sociedad y el planeta, junto con el riesgo y la rentabilidad en un nuevo esquema de optimización de tres dimensiones.
A lo largo de las últimas dos décadas vimos una cantidad creciente de inversores, filántropos, corporaciones, gobiernos y emprendedores de impacto (con y sin fines de lucro) desarrollar soluciones, vehículos y proyectos para dirigir flujos de capital hacia la resolución de algunos de los problemas sociales y ambientales más urgentes que enfrentan nuestras sociedades alrededor del mundo. El mercado global de inversión de impacto está estimado hoy en más de US$ 500 mil millones, incluyendo inversiones de fondos de venture capital (VC) y private equity (PE), de inversores institucionales y de otros tenedores de activos que buscan el impacto de manera intencional, transparente y medible.
En la nueva lógica tridimensional el impacto no atenta contra la ganancia, sino que la potencia. Las grandes compañías se están empezando a dar cuenta de esto, presionadas por sus accionistas y clientes, que de manera creciente eligen bienes y servicios que perciben como positivos para el ambiente y la sociedad. En el mismo sentido, la evidencia indica que los resultados financieros obtenidos por fondos de inversión de impacto pueden estar por encima del promedio de la industria. Bridges Fund Management y Generation en el Reino Unido son prueba de esto. El involucramiento creciente de gigantes como BlackRock y TPG en el sector de impacto apunta en la misma dirección.
Si bien el capital de impacto es apenas una fracción de todos los activos del planeta, es un segmento que crece a más del 20% anual y que está cambiando la forma de pensar e invertir de actores tradicionales, así como de otros tenedores de activos. En América Latina, el mercado de inversión de impacto es vibrante aunque aún limitado. Se estima en unos US$ 33.000 millones en activos bajo gestión (de acuerdo con la asociación GIIN), siendo la tercera región con más crecimiento a nivel global en los últimos cuatro años (21% anual), detrás de África del Norte y Medio
Oriente (43%) y el Sur de Asia (24%). Con todo, la región presenta particularidades que hablan a la vez de su potencial de crecimiento y de la necesidad de un mayor involucramiento del sector privado en la agenda de impacto. La persistencia de graves problemas sociales y la creciente desigualdad conviven con un sistema financiero relativamente sofisticado, la presencia de grandes corporaciones y, sobre todo, la existencia de talento emprendedor de nivel (incluyendo emprendedores sociales en los sectores de fintech inclusivo, agricultura, salud, educación, economía circular y regenerativa).
Por el lado de la oferta de capital, fondos de inversión de impacto como Ignia y Adobe (del grupo New Ventures) en México o Vox y Mov en Brasil fueron pioneros, y obtuvieron rendimientos satisfactorios y desempeños sólidos en materia de transformación social. El mainstream financiero, incluyendo gestores de fondos de VC y PE, oficinas de familias e individuos de alto poder económico, está asimismo mostrando interés creciente en el sector.
Sin embargo, la filantropía, que fue determinante como catalizadora del movimiento de impacto en otros mercados, es limitada y esencialmente conservadora en nuestra región. Asimismo, los gobiernos en su mayoría no incorporaron aún el impacto en sus modelos de gestión, priorizando programas remediales y limitados por sobre modelos dinámicos enfocados en resultados y en la prevención de problemas a escala.
Por otra parte, resulta imposible pensar en el mercado de inversión de impacto ignorando el clima y condiciones para la inversión en términos generales. En Argentina, décadas de una economía volátil, inestable y sujeta a crisis recurrentes, sumadas a la caída del nivel de actividad y un programa económico inconsistente en los últimos años, castigaron a la inversión, que se encuentra estancada en torno al 15-18% del PBI desde 2014.
Es complejo entonces proyectar inversiones de impacto en un mercado que presenta uno de los peores climas de inversión de la región. De acuerdo con un ranking elaborado por el Banco Mundial, que mide la facilidad para hacer negocios en 190 países del mundo, en 2018 nuestro país se ubicaba en el puesto 126, sensiblemente detrás de países como Chile (59), México (60), Colombia (67) y Perú (76).
Aun en este marco hubo en nuestro país desarrollos prometedores, incluyendo el lanzamiento del primer contrato de impacto social entre un grupo de inversores privados y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que busca pagar por los resultados obtenidos en un programa de desarrollo de habilidades e inserción laboral en el mercado formal de jóvenes vulnerables de las comunas del sur de la ciudad.
Otro paso interesante fue la creación por ley de un fondo de capital híbrido dedicado a invertir en la integración sociourbana de las más de 4.400 villas y asentamientos del país, donde unas 4 millones de personas (o 935.000 familias) viven sin acceso a servicios básicos ni título de propiedad de su tierra. La puesta en marcha y escala del vehículo es clave para afrontar una problemática cuya necesidad de inversión se estima en no menos de US$ 26 mil millones.
A nivel global el desafío es enorme: los objetivos de desarrollo sostenible trazados por la ONU para el año 2030 demandarán una inversión anual de unos US$ 2,5 billones. Los gobiernos y la filantropía alrededor del mundo aportan cada año una ínfima porción de la necesidad total, por lo cual el involucramiento del capital a escala es esencial.
Debemos abrazar una nueva conciencia para avanzar definitivamente hacia un capitalismo que optimice retorno, riesgo e impacto, incluyendo a todos y regenerando los sistemas naturales del planeta. Nunca hubo una necesidad mayor o un mejor momento para hacerlo.
Por Sebastián Welisiejko. Economista, experto en desarrollo, ex Secretario de Integración Socio Urbana de la Nación y Jefe de Políticas Públicas en The Global Steering Group for Impact Investment (GSG).