Como los mercados en sus peores momentos de turbulencias financieras, las expectativas económicas, incluso de corto plazo, de quienes son sus principales actores están signadas por una altísima volatilidad.
Entre la euforia y el escepticismo, entre el optimismo y la decepción, el estado de ánimo empresario registró, en apenas semanas, un viraje notorio. El acalorado entusiasmo, no tanto por lo que dejaba 2017 sino por el panorama que se abría hacia 2018, tras el triunfo electoral del Gobierno cedió más temprano que tarde. Mutó primero en moderación, luego en desilusión.
Sin encuestas de imagen ni distracciones políticas, la realidad se impuso con el peso del plomo entre los industriales argentinos, quienes recordaron que todavía siguen viviendo en un país con una inflación que no cede, tasas de interés por las nubes, dólar barato y promesas de reformas que sienten a medio cumplir.
La baja impositiva tendrá un impacto tan gradual como la implementación del proyecto y algo similar ocurre con la reforma laboral.
Está en el buen sentido pero es un proyecto pequeño, lo describe en las páginas de la última revista el vicepresidente para América latina de Unilever, Miguel Kozuszok.
Lo mismo opinan en otros sectores, donde aprecian las intenciones oficiales pero se lamentan que gran parte de la discusión en términos de flexibilidad y aumento de competitividad seguirá librada a la negociación entre las partes sin un marco de ley que encuadre estas tratativas.
La tibieza de los proyectos de reforma no es, de todas maneras, el principal desvelo.
La mayor preocupación es el atraso cambiario, que empresarios, banqueros, economistas y analistas por igual y atribuyen en sólido consenso al gran déficit de las cuentas públicas.
Mientras subsista el agujero fiscal financiado con dólares del exterior, que se suman a las fuentes genuinas de divisas, no hay chances de corregir el tipo de cambio. En una economía que inició el camino de la apertura comercial, el saldo -afirman- se paga con mayores importaciones (ya hacen sus planes al respecto los hoy fabricantes de Tierra del Fuego) y un menor crecimiento económico.
Empiezan a perder vigencia, en este sentido, las alegres proyecciones de aumento de la actividad para 2018, que hasta hace un mes coincidían en un avance superior a 3 por ciento. Hoy, en muchísimos despachos se revisan hacia la baja esos cálculos, incluso por debajo de 2 por ciento.
La imprevista revisión corresponde, aparentemente, al apretón monetario que imprimó el Banco Central con la fuerte suba de tasas que, a decir de su presidente Federico Sturzenegger, regirá algunos meses más.
En cualquier caso, en la foto sigue habiendo un gran ausente: el inversor. Preferentemente de nacionalidad extranjera, que apueste a la economía real. Lo explica bien el economista Fausto Spotorno: de los 21 puntos de PBI de inversión actuales, un nivel más que aceptable para la economía argentina, apenas 0,5% corresponden a nueva inversión extranjera directa.
¿Por qué, después de haber levantado el cepo, salido del default, aumentado las tarifas, impulsado las reformas pendientes e incluso congelado salarios en algunos casos sigue sin llegar?
El motivo hasta altura es obvio y sigue siendo el mismo que antes de hacer todo eso: la Argentina es cara. Con un dólar atrasado y altos costos, los números no cierran. Aunque el país sea anfitrión de la cumbre de la OMC, aunque la Argentina presida el G20 y aunque Macri gane elecciones.