Quienes critican al difamado Colegio Electoral desestiman una de sus virtudes fundamentales: aplacar una peligrosa polarización de la política.
Quienes defienden el reemplazo de este anacronismo del siglo XVIII por la votación popular directa asumen de manera implícita que el actual sistema bipartidista permanecerá intacto y que el candidato que obtenga la mayoría de votos individuales ?en lugar de votos electorales? llegará a la Casa Blanca. Si este es el modo en que funcionan las cosas para cualquier otro cargo electivo en los Estados Unidos, ¿por qué no sería así para el más importante de todos?
Pero el acuerdo bipartidista básico que damos por sentado existe solo gracias al Colegio Electoral. Para llegar a la presidencia, un candidato debe atraer a personas de todo el país. Una coalición nacional es esencial para obtener mayoría en el Colegio Electoral. Una estrecha base sectorial o de intereses especiales simplemente no será suficiente. Esa es la razón por la cual nuestros partidos agrupan muchos intereses y contextos diversos, que reflejan el carácter de esta nación continental cuyos ciudadanos representan una amplia gama de culturas y creencias. Es además el motivo por el cual quienes apoyan a los partidos Demócráta y Republicano suelen sentirse incómodos entre sí. Los votantes del Partido Republicano en el noreste, por ejemplo, que tienden a hacer hincapié en cuestiones económicas como los bajos impuestos, son rechazados por los conservadores sociales.
El sistema le da importancia a la moderación. Es cierto que los candidatos pueden defender programas audaces, pero deben hacerlo de manera tal de no alejar a los integrantes menos entusiastas de su partido, por no mencionar a los votantes independientes. Una idea radical suele atravesar lo que podría llamarse un proceso de marinado, durante el cual la gente se va acostumbrando a ese concepto, e incluso entonces se convierte en una versión moderada del original.
El sesgo sistémico del Colegio Electoral para suavizar las ásperas y potencialmente peligrosas aristas de la política nacional nos permitió, durante más de dos siglos, debatir y resolver incluso cuestiones amargamente controvertidas sin destrozar al país y dejar heridas que podrían agravarse durante varias generaciones. La excepción, por supuesto, fue el tema de la esclavitud. Por lo demás, prevaleció la tendencia hacia la moderación y la inclusión.
Miremos a los demócratas
Sin duda, el partido se inclinó hacia la izquierda, pero observemos lo que les sucedió a sus aspirantes a presidente que más fielmente repitieron como un loro las opiniones extremas de los activistas de ultraizquierda acerca de cuestiones como las rígidas políticas de identidad anti-individuales o una estatización inmediata de la atención médica: tambalearon o intentaron suavizar la agudeza de sus opiniones. La alguna vez expansiva burbuja de Elizabeth Warren se desinfló cuando tuvo que explicar cómo iba a pagar todas las cosas gratis que prometía. Los integrantes del partido también se alejaron debido a su hostil negatividad.
En la misma línea, debido a que los candidatos deben emprender campañas a nivel nacional para ganar, el Colegio Electoral obliga a estos contendientes a familiarizarse con cuestiones locales y regionales que, de otro modo, podrían desestimar, muy especialmente en los estados de importancia electoral. El arreglo actual hace más para darles voz a las minorías, cuyo apoyo podría ser vital en los estados clave.
Cada cuatro años los partidos locales se reúnen para nominar formalmente a un candidato presidencial, quien luego es incluido automáticamente en la boleta electoral, en cada estado de la Unión (y el Distrito de Columbia). Por el contrario, los candidatos independientes que aspiran a ganar nuestro máximo cargo deben atravesar un costoso y exigente proceso para aparecer en las boletas electorales. Muy pocos lo logran. Cada estado tiene sus propias reglas. Un voto popular directo para presidente destrozaría este ecosistema político que es especialmente adecuado para Estados Unidos.
Los individuos y las organizaciones con intereses específicos siempre van a crear sus propios partidos. Por ejemplo, ¿se molestaría Mike Bloomberg ?quien en distintos momentos de su carrera política fue demócrata, republicano o independienté en tratar de obtener la nominación de los demócratas para presidenté Por supuesto que no.
Más básico e inquietante es que, en contraste con el sesgo moderador del Colegio Electoral, un sistema de voto popular directo alentaría los ánimos exacerbados a fin de ganar apoyo para los candidatos en un ámbito concurrido.
Por supuesto, si ningún aspirante alcanzara cierto umbral ?¿y cuál debería ser ese nivel? ¿40%? ¿50%??, tendría que haber una segunda vuelta. Con tantos candidatos rivalizando por ocupar la Casa Blanca, fácilmente podrían imaginarse elecciones en las cuales la segunda vuelta fuera entre dos extremistas. Para ganar una segunda vuelta, los candidatos deberían negociar con los perdedores para obtener su apoyo en la ronda final. Los regateos y beneficios directos alentados por este nuevo sistema harían que, en comparación, consideráramos insulsas las negociaciones políticas actuales.
Luego, por cierto, habría detalles prácticos y esenciales para resolver. ¿Quién supervisaría los 175.000 distritos electorales para evitar trampas? ¿Quién garantizaría que no se manipulen las abstenciones? Todo esto podría implicar una mayor expansión en el poder del gobierno central. Bajo un sistema de voto directo, estas reglas deberían ser uniformes; otra extensión del poder de Washington.
Los demócratas odian el Colegio Electoral porque tanto en las elecciones de 2000 como en las de 2016 perdieron la Casa Blanca, aunque sus candidatos recibieron más votos populares que sus opositores republicanos.
Nuestros fundadores sabían exactamente lo que estaban haciendo cuando crearon el Colegio Electoral. Desestimamos su sabiduría en nuestro perjuicio.
Bloomberg lo arruina
Mike Bloomberg proclama que es quien tiene más posibilidades de ganarle a Donald Trump. Pero cometió una equivocación que lo perjudicará mucho si el Partido Demócrata llega a nominarlo en noviembre: reclamó un aumento de los impuestos a una escala que incrementaría ostensiblemente la recaudación, casi un 50% más que los esquemas supuestamente más moderados de Joe Biden. La panacea de Bloomberg aplastaría la creación de capital y la inversión comercial, a la vez que haría caer el mercado bursátil. El crecimiento económico se estancaría y el incremento salarial se debilitaría o incluso desaparecería.
Por el contrario, el presidente va a revelar otra serie de recortes impositivos para que se aprueben en caso de que sea elegido. Bloomberg y el resto del sector demócrata olvidaron lo que sucedió la última vez que un abanderado de su partido pregonó a los gritos el aumento de impuestos: en 1984, Walter Mondale, que estaba a favor, se llevó solo un estado y el Distrito de Columbia contra Ronald Reagan, que defendía el recorte.