De acuerdo con el Artículo 75 de nuestra Carta Magna, el Estado, a través del Congreso, tiene la potestad de establecer derechos de importación y exportación, así como de imponer contribuciones (más comúnmente denominadas impuestos o tributos), con el objetivo de favorecer el desarrollo, mejorar la calidad de vida y lograr que exista igualdad de oportunidades para todos los habitantes a lo largo de nuestro vasto territorio.
Con este designio, los legisladores muchas veces se enfrentan a la difícil tarea de definir lo que comúnmente denominamos políticas de Estado, ya que si bien el destino es claro, los caminos para llegar a él pueden ser muy distintos. Y es en este marco, donde en primer lugar se establece un sistema tributario - en algunos países muy sencillo, en algunos muy complejo, el nuestro adhiere a estos últimos - , que permite financiar al Estado en cuestiones tan básicas como la Seguridad, Salud, Educación y Justicia, entre tantas otras funciones; pero luego deben definirse esquemas que permitan que los tributos impuestos no terminen logrando el objetivo inverso al buscado, esto es, afecten el desarrollo y la calidad de vida de los habitantes.
A modo de ejemplo, podría decidirse incrementar la alícuota del IVA al 25% como posee por ejemplo Dinamarca, lo que permitiría incrementar la recaudación, y con ello mejorar las prestaciones del Estado en Salud o Educación, pero este incremento del Impuesto al Valor Agregado conllevaría un mayor nivel de costos para los individuos, lo que a su vez afectaría la calidad de vida de los mismos, resultado contrario al buscado. También podría duplicarse la tasa máxima del impuesto a las ganancias empresarial, llevándola por ejemplo al 70%, lo que, más allá de los reparos que tal medida tendría, ya que tal accionar sería absolutamente confiscatorio y por ende inconstitucional, seguramente derivaría, en un mediano plazo, en la desaparición de la mayoría de las empresas que hoy operan en nuestro país, afectando nuevamente al desarrollo de la población.
El secreto está, entonces, en lograr no solo la eficacia, sino la eficiencia en el funcionamiento del Estado, con un delicado equilibrio entre obtener una recaudación fiscal suficientemente alta para que los engranajes del sistema funcionen, pero lo suficientemente baja para que la actividad económica no se vea afectada. Pero puede decirse que un sector tiene un beneficio, cuando está sometido a imposición a una alícuota del 28%, mientras que otros sectores están gravados al 35%? Alguien sin duda podría decir que claramente ese sector gravado a una alícuota diferencial, está siendo beneficiado. Pero qué pasa si luego consideramos que ese mismo sector, en otro país, estaría gravado al 21%? Cuando agregamos esta otra variable, parecería que más que beneficiado (cuando comparamos contra otros sectores), está perjudicado (cuando miramos a otros países).
En este contexto, como decíamos antes, los gobiernos deben decidir a través de qué sectores lograrán el desarrollo, y una vez tomada esta decisión, con qué herramientas lo lograrán. La Economía del Conocimiento es, sin lugar a dudas, un sector donde Argentina posee mucho potencial (debido a cuestiones tan elementales como la calidad educativa de su población, alto porcentaje de sus habitantes anglo parlantes, y otros elementos que también nos favorecen, como una adecuada Zona Horaria que permite brindar servicios en vivo tanto a Europa como Norteamérica), pero que cuando las empresas del sector se ponen a competir, poseen niveles de imposición tributarias y de la seguridad social de los más altos del mundo. Así las cosas, el otorgar una alícuota diferencial a un determinado sector no es dar un beneficio, sino más bien una política de Estado que busca un acto de justicia.