Los argentinos estamos acostumbrados a experimentar crisis económicas de manera recurrente. Los protagonistas de esas crisis han ido cambiando con el tiempo; hoy, por ejemplo, muy pocas personas sabrían de qué hablamos si mencionamos a Baring Brothers, pese a la importancia que tuvo la compañía en la crisis bancaria de 1890. En las últimas décadas, sin embargo, un actor se destaca por sobre cualquier otro en términos de apariciones: el Fondo Monetario Internacional, que esta misma semana aprobó un nuevo desembolso de 5.400 millones de dólares al Gobierno. La influencia del FMI en la economía argentina es negativa, aunque no por los motivos que solemos escuchar.
Desde 1958, año en el que tuvo lugar el primer préstamo para el Estado argentino, el país mantiene con el FMI una relación más o menos constante en el tiempo.
La lógica de la intervención del Fondo es la de un prestamista de última instancia: cuando Argentina no resulta atractiva o confiable para los inversores privados y el Estado busca cubrir su déficit con dinero prestado en lugar de emisión monetaria, el FMI aparece y llena ese “vacío”. Los intereses que cobra a cambio, en relación al mercado, son relativamente bajos.
Durante años, las críticas al FMI han provenido desde la izquierda. La narrativa que hoy utilizan el kirchnerismo y movimientos más marginales es que cuando la Argentina recurre a este prestamista queda “presa” de un grupo de personajes insensibles que hacen pasar hambre al pueblo para enriquecer a las potencias extranjeras que son parte del FMI. Y si bien este gobierno no ha roto con el FMI, es por estos motivos que no toda la coalición gobernante aprobó en el Congreso el último acuerdo, por ejemplo.
Sin embargo, el FMI no es en la práctica el malvado actor neoliberal que la izquierda imagina, aunque pueda hacer declaraciones engañosas. Es verdad que hace algunas décadas el Consenso de Washington promovía reformas en favor de una economía más libre, abierta y sostenible, y que las declamaciones de los funcionarios del Fondo continúan yendo en esa dirección.
Pero el FMI ha hecho acuerdos repetidamente con gobiernos fiscalmente irresponsables y, lo que es peor, frecuentemente flexibiliza sus condiciones de manera que sus objetivos nunca se cumplen. De esta forma, se perpetúa el desmanejo estatal y Argentina no sale de su crisis permanente: el déficit fiscal nunca se elimina y el FMI, en realidad, acaba por convertirse en el mejor aliado que puede tener la izquierda despilfarradora para mantener el statu quo.
Para entender el comportamiento de los actores políticos, nada hay más importante que los incentivos: ¿y qué incentivos pueden tener los gobiernos a implementar reformas duraderas si saben que el FMI les prestará dinero y les perdonará todo? La historia sobre el gobierno de Alfonsín que cuenta Juan Carlos Torre en su Diario de una temporada en el quinto piso se ha venido repitiendo en las últimas décadas: se cumplen las metas de los acuerdos con el Fondo solo porque se modifican a posteriori o debido a oscuras manipulaciones contables que después se revelan engañosas.
Hoy mismo, el FMI modifica las metas de reservas pero mantiene pronósticos sobre la economía en 2023 que ya resultan evidentemente errados y que sin ninguna duda serán corregidos el próximo año, lo cual alargará la crisis todavía más. No hay una sola consultora seria que crea que el país crecerá este año y hasta el Banco Mundial acaba de revertir su pronóstico a 0%, pero el Fondo proyecta que el PBI lo hará un 2%; nadie cree que la inflación sea inferior al 100%, pero el Fondo la estima en menos de 80%. Si estos son los puntos de partida con una meta de déficit fiscal de 1.9%, no será ninguna sorpresa cuando todos estos números se modifiquen y se le perdone al actual gobierno no haber hecho el ajuste que debía hacer.
La dinámica de salvatajes permanentes a gobiernos irresponsables perpetúa la crisis de la Argentina. Con buenas intenciones pero errados análisis, algunos liberales le dan la bienvenida a la deuda barata que el FMI le da al Estado argentino con el objetivo de implementar reformas graduales en él, pero los resultados son consistemente negativos desde hace décadas: el “aire” que se obtiene por los salvatajes no se invierte, sino que se consume. Muy pocos creen que el FMI no intervendrá si la crisis se vuelve más grave.
Así como se puede esperar que los gobiernos argentinos cambien si siempre tienen un prestamista de última instancia a disposición, tampoco se puede esperar que el FMI lo haga. Al haberle otorgado el préstamo más oneroso de su historia al gobierno de Macri, Argentina se ha convertido en un país “too big to fail” para el Fondo. Si la economía, hoy sostenida con alfileres en la forma de restricciones absurdas en todos los órdenes, finalmente desbarranca, el FMI perderá la poca credibilidad que aún tiene.
Solo se puede concluir que la relación entre Argentina y el Fondo Monetario Internacional es tóxica: la experiencia y la lógica nos muestran que ninguna de las dos partes cambiará si siguen juntas. Como en los matrimonios fallidos, quizás lo mejor sea partir por caminos separados.