Cuando Jorge Bustamante publicó La república corporativa en 1988, probablemente no haya pensado que habría podido reimprimirlo en 2023 sin cambiarle una sola coma: sin embargo, esto es exactamente lo que ocurrió. ¿Por qué? Porque los grandes problemas que aquejaban a la economía argentina entonces siguen siendo los mismos hoy: el déficit, la deuda, la inflación.
Y también el corporativismo.
Si el siglo XX trajo a la Argentina un fenómeno político perdurable en el tiempo, ese fue el de la división de la sociedad en corporaciones que se disputan el poder del Estado. Es verdad que la tradición hispánica, como repasa José Ignacio García Hamilton en Los orígenes de nuestra cultura autoritaria e improductiva, ya era propensa a desdeñar la competencia económica y el esfuerzo individual en favor de las regulaciones, y con ellas las licencias y los privilegios por sectores. Pero el país había recibido fuertes impulsos liberales mediante la Constitución de 1853 y la Generación del 80 que, finalmente, se mostraron como meramente pasajeras ante el advenimiento del corporativismo, que rápidamente terminó fundiéndose en el peronismo.
En la Argentina, el corporativismo ha tomado la forma de un sistema en el que Estado divide a la sociedad en grupos y se ubica como un padre que reparte ayudas y modera conflictos. Por lo tanto, la trama de incentivos que se ha creado en torno del Estado es netamente negativa para el país, porque solo puede privilegiar a grupos particulares si empobrece a la sociedad en su conjunto. En este sentido, los grupos que Bustamente denunciaba en los años ochenta son exactamente los mismos que se enriquecen hoy a expensas del resto de la sociedad: los empresarios que florecen gracias al proteccionismo, los sindicatos que poseen miembros cautivos, los empleados estatales en compañías donde los resultados no importan, los colegios profesionales que obligan a miles de personas a trabajar sí o sí a través de ellos, y más generalmente toda asociación protegida por el Estado contra la competencia.
Cada una de las corporaciones activas por privilegios del Estado en la Argentina de 2023 bloquea el progreso de la sociedad en su conjunto. La Bancaria puede vanagloriarse de los exorbitantes sueldos que cobran sus miembros, pero el costo de ellos pasa a los usuarios mientras los bancos además buscan la forma de cerrar sucursales porque semejante carga les resulta antieconómica.
Los pilotos de Aerolíneas Argentinas pueden hacer tantos paros como quieran para exigir salarios más altos, aunque superen los del 99.9% de los argentinos, porque saben que sus puestos de trabajo se mantendrán inmutables aunque sobrevenga el Apocalipsis. Los taxistas pueden bloquear la circulación cientos o miles de veces en todas partes ante la llegada de Uber porque está naturalizado que sean monopolistas: el hecho de que las apps de transporte sean una respuesta que permite a conductores y pasajeros viajar mejor es irrelevante ante la perspectiva de que pierdan el control del negocio.
Pero si bien las protestas sindicales suelen ser las más visibles, las tendencias corporativistas son también profundas en el empresariado, aunque no representen un fenómeno nuevo y ni siquiera uno exclusivamente argentino o latinoamericano. Ya en La riqueza de las naciones, Adam Smith despotricaba contra los empresarios que buscaban monopolios concedidos por el gobierno; más cerca en el tiempo, también Mises denunciaba en
La acción humana que los empresarios han dejado de ser liberales y no reclaman por la libre empresa sino por la intervención activa del Estado en los negocios. Y es en esta clave que se deben entender las presiones, por ejemplo, de la Unión Industrial por cerrar la economía: la UIA se jacta de los puestos de trabajo que crea, pero nadie repara en el hecho de que para que una fábrica de lámparas sume a cien empleados entonces los 45 millones de argentinos deben pagarlas más caras y tener menos opciones a través de las barreras arancelarias.
La señal más preocupante del nivel de corporativismo que permea la sociedad argentina es la frecuencia con la que referentes de la política y la sociedad civil reclaman permanentemente una concertación, una gran mesa y hasta un pacto de la Moncloa. La importancia con la que se trata discursivamente el hecho de que las corporaciones acuerden cómo distribuir recursos y reglas (incluso cuando ni siquiera tienen un rol en la economía, como la iglesia) es un reflejo necesario de la imposibilidad de construir una economía de mercado con igualdad ante la ley.
Muy pocos buscan en la Argentina mercados libres; todos buscan sentarse en una gran mesa y obligar a alguien a pagar por sus caprichos. Cuando la economía se cierra y se divide en compartimentos estancos, no se produce riqueza y el incentivo de los actores es simplemente obtener privilegios a costa de otros. En el corporativismo, para los que quedan dentro del sistema el resultado es excelente; pero los que quedan fuera se ven obligados a subsidiar esa fiesta. La tradición corporativista explica, por ejemplo, por qué es generalmente un buen negocio ser un empleado en blanco sindicalizado al mismo tiempo que hay tanta gente que no puede hacerlo: no es sostenible decretar altos niveles salariales y esperar que por mero arte de magia todos puedan pagarlos.
El acoso de la república corporativa expulsa del país a empresas y emprendedores nacionales y extranjeros. Un punto de partida de alta riqueza y algunos ajustes temporales (como la liberalización de los noventa) han permitido al sistema mantenerse en pie, a los tumbos, por décadas; pero por su propia salud, el círculo vicioso deberá terminarse pronto. Bustamante reeditó su libro porque, como dice en la tapa, nada cambió. Pero si el corporativismo continúa vivo, los conflictos serán cada vez más. Y las riquezas, cada vez menos.