En los últimos días hemos sido testigos de un nuevo paquete de medidas por parte del ministro Sergio Massa con el fin de reactivar a sectores específicos de la economía. No hay mayores novedades en las disposiciones en sí: la más importante es la creación de otro dólar, el de las economías regionales, al mismo tiempo que avanza en el Congreso otro proyecto impulsado por Massa sobre el monotributo tech. El ministro, como ya es predecible, busca resolver un enriedo con más y no menos nudos. Los problemas de la intervención, en su mente, requieren más intervención.
Por un lado, el dólar para las economías regionales emula la estrategia del dólar soja, es decir que crea una ventana de tiempo en la cual los productores agropecuarios podrán liquidar sus exportaciones a 300 pesos por dólar, cuando hasta ahora debían hacerlo a 210. De esta forma, el Estado obtiene divisas que hoy no tiene: el costo es la emisión monetaria que cubra la diferencia, algo que a Massa parece no importarle pese a que la inflación de marzo haya sido la más alta de la historia que sigue a la hiperinflación de 1990. La expectativa es, al menos, que el programa será exitoso porque apurará las liquidaciones: pero si los agentes económicos concluyen luego de este nuevo intento, y como lo hacía Milton Friedman en el pasado, en que nada es tan permanente como un programa temporal del gobierno, ni siquiera este incentivo será suficiente.
Lo que resulta insólito en las medidas de Massa es que, si bien el objetivo es que el Estado se haga de dólares, la obsesión por controlar hacia la baja el tipo de cambio sigue más viva que nunca. Esto implica, entonces, que los dólares que el Estado compre a 300 pesos sean vendidos a 210: si parece que no tiene sentido, es porque no lo tiene. Excepto, claro, que uno tenga los contactos correctos para aprovechar los tipos de cambio diferenciales: la república corporativa, aquella que tan certeramente denunció Jorge Bustamante en su célebre libro de finales de la década del 80, aprovecha los vericuetos de un sistema diseñado para privilegiados.
Por otro lado, el monotributo tech crea implícitamente otro tipo de cambio diferencial con objetivos no del todo claros. A diferencia de los monotributistas tradicionales, que ven cómo los límites máximos del impuesto son cada vez más bajos y que deben en cada vez mayores números pasar al más gravoso régimen general, quienes exporten servicios teconológicos podrían facturar hasta 30.000 dólares por año sin necesidad de pesificarlos. Esto solucionaría el problema de la evasión fiscal presente hoy entre los programadores, a los que el Estado fuerza implícitamente a permanecer en la informalidad porque de no hacerlo se quedaría con alrededor de un 70% de su ingreso.
Sin embargo, si los alrededor de seis mil programadores estimados declararan ingresos que hoy no existen y pagaran los montos que prevé el monotech, el efecto en la recaudación sería extremadamente limitado. ¿Para qué sirve, entonces? ¿Solamente para dejar sin trabajo a los cueveros y que los dólares pasen por el circuito oficial? ¿O el plan es enganchar a potenciales contribuyentes para luego crear otra norma que les aumente brutalmente los impuestos? La pregunta es pertinente porque permite analizar la credibilidad del gobierno en líneas generales: si la respuesta a los problemas hasta ahora siempre ha venido en última instancia de la mano de nuevos impuestos y regulaciones, ¿por qué alguien habría de creerle cuando promete menos?
Pero el problema más grave de las medidas anunciadas no tiene que ver con la confianza (de la que este gobierno a todas luces carece) sino con su profunda ignorancia del funcionamiento básico de la economía. En todo el mundo civilizado, la discusión sobre los precios está saldada: son los oferentes y los demandantes de un bien o servicio los que interactúan en el mercado y llegan a ellos. Casi no quedan lugares donde el Estado juega a ser un Dios que dicte precios y encima de manera diferencial, como ocurre con las exportaciones y o las tarifas de los servicios públicos. Pero en Argentina, ahora, no solamente existen múltiples tipos de cambio para distintos sectores, sino también algunos por cantidades y por períodos fijos de tiempo.
La lógica de reprimir los precios de este gobierno, en particular el del dólar, se supone que está originada en la necesidad de controlar la inflación. ¿Pero cómo se pueden justificar nuevas restricciones y vericuetos cuando los precios corren al 100% anual y la pobreza supera el 40%? ¿Cuál es el efecto positivo de la intervención del Estado en los precios en un escenario de total descontrol, más allá del perpetuamiento de los privilegios para los amigos?
La solución a la parálisis en la producción rentable en Argentina es sencilla: hay que remover trabas. Si el tipo de cambio es libre, los dólares aparecen. Si las regulaciones son estables y sencillas, la inversión y la producción crecen. Si los impuestos son bajos por un período sostenido de tiempo, los fondos que se fueron vuelven. Aunque los costos de transicionar hacia una economía libre existan, el costo de seguir hundiéndose es cada vez mayor.