Todos los días amanecemos con nuevas noticias sobre accidentes de tránsito en todo el país y por distintas causas. Es un tema que está en nuestra agenda cotidiana, pero al que únicamente prestamos real atención cuando se trata un siniestro de consecuencias graves o cuando la víctima es alguna personalidad reconocida.
Lo cierto es que la inseguridad vial es un flagelo que repercute a nivel social y económico sobre nuestra población. La cantidad de fallecidos anualmente en siniestros viales en nuestro país alcanzaban a los 5.500 en los años previos a la pandemia.
Pero hay otra parte que generalmente no tiene tanta repercusión, que son los heridos en siniestros viales. La cifra total es de más de 130.000 por año, de los cuales el 9% son heridos graves (y hay que tener en cuenta que un herido con secuelas invalidantes para su movilidad afecta al menos a 4 personas de su entorno familiar).
Si a esto lo queremos llevar a números fríos, vemos que hay diversas formas de calcular el impacto económico. Los costos hospitalarios, de seguros, de pérdidas vehiculares, de daños a la infraestructura, etc. representan aproximadamente un 1,7% de nuestro PBI. También hay que tener en cuenta la denominada pérdida de años productivos que es el daño a largo plazo que sufre económicamente una sociedad. Si tomamos los datos del año 2018 (los últimos realmente representativos) en el que hubo 5.493 fallecidos, solo en ese concepto, sin tener en cuenta los heridos, se perdieron en la Argentina más de 112.000 años productivos.
El diagnóstico es claro. Estamos ante un problema socioeconómico muy importante, que afecta a casi toda la humanidad y los países que se ocuparon realmente del tema están mucho mejor encaminados en la solución. Estos países exitosos basaron su trabajo en la prevención apoyada en una muy buena educación vial desde una edad temprana; en tareas de concientización profunda; en el aggiornamiento de sus legislaciones en función de la problemática, de forma tal que esta se convierta en el punto de partida para mejores controles en cantidad y calidad y mejores sanciones sin que sean exclusivamente monetarias.
Además, en estos casos se trabajó en forma multidisciplinaria, con profesionales de primer nivel en cada materia, con la mirada puesta en las soluciones de los principales problemas del tránsito, y teniendo en cuenta hacia donde avanza la movilidad. Se generaron planificaciones de corto, mediano y largo plazo, que se convirtieron en políticas de Estado para que las ejecuten funcionarios que también estuvieron a la altura de las circunstancias.
Por ejemplo, ante la problemática de los conductores alcoholizados -que es un problema en todas las latitudes-, los países nórdicos enfocaron la legislación a la utopía de cero conductores alcoholizados al volante, que no tiene nada que ver con la alcoholemia cero.
Para ello educaron desde la adolescencia en lo que se refiere a la responsabilidad en el consumo de bebidas alcohólicas, generaron excelentes campañas de concientización, multiplicaron los controles de alcoholemia hasta llegar a niveles del 70% de su población controlada por año, y luego del efecto shock estabilizaron el nivel de controles en el orden del 20 al 25% de la población por año (cabe aclarar que en la Argentina se controla solo al 1,4% de la población).
También tipificaron como delito a aquella situación en la que un conductor es encontrado en un control rutinario con más de 1 gramo de alcohol en sangre, e hicieron más severas las sanciones para aquellos que sobrepasan las tolerancias permitidas. Ninguno estableció alcoholemia cero como límite legal, simplemente porque la tolerancia cero en una medición no existe.
Sin embargo, al trabajar en procesos, hicieron toda la cadena de necesidades y consecuencia de cada medida y la cumplieron a rajatabla. Es decir, para aumentar los controles se debe tener más alcoholímetros, además de controladores en cantidad y capacitados para usar todos esos aparatos. Pero además, al tratarse de instrumentos que no son perfectos y de los que por ende no se puede esperar la tolerancia cero, se calibran en laboratorios equipados a tal fin, generando una red de laboratorios de control. Esto sin contar que también capacitaron y concientizaron a los jueces y trabajaron en conjunto con el sector privado para que los asistan con las soluciones tecnológicas, sociales y comunicacionales que se requerían.
Como se ve, no es milagroso. Se trata, nada más y nada menos, de disponer de un plan integral y transversal enfocado en las raíces profundas del problema, que asegure el cumplimiento de los procesos, y que revise si el camino elegido da los resultados esperados. Si queremos lograr algo parecido, ese el camino.
*La columna fue escrita por Fabián Pons, Presidente de OVILAM (Observatorio Vial Latinoamericano)