El concepto de lobby tiene mala fama, y suele estar cargado de prejuicios ligados a la corrupción y al conflicto de interés, pero, contario a estas ideas generales, el lobby como parte del ejercicio político es una herramienta necesaria. El problema es que, si no se regula, sus efectos se vuelven vertiginosos.
Cuando se ejecuta de forma transparente, es útil para que los sectores clave de un país puedan poner sobre la mesa cuestiones que son de interés para cada industria. De esta manera, pueden tomar parte en las decisiones puntuales que afectan su actividad, y que de otra forma quedarían sorteadas a intereses puramente políticos. Un ejemplo que tenemos fresco en Argentina es el lobby de los agropecuarios que lograron frenar el aumento de las retenciones a la exportación; ni hablar del lobby de los gobernadores de las provincias que frenaron la Ley Ómnibus.
El problema ocurre cuando no se regula, cuando poner sobre la mesa se cambia por hacer bajo la mesa, ahí es donde los prejuicios se vuelven realidad. Las opciones son: que el lobby ocurra de manera opaca, sin control ni regulación sobre los intereses y poderes que entran en juego, o que el lobby funcione de manera transparente como un mecanismo para controlar el poder político y tratar los aspectos que realmente promueven el desarrollo del país.
El lobby no es nada nuevo, es una actividad con mucha historia, que data de las demandas de los comerciantes, los agricultores y los artesanos ante los legisladores, en Reino Unido, allá por el año 1800, cuando Argentina estaba en pañales. Este mecanismo de presión les permitía influir en el poder y equiparar las condiciones para ellos. Hoy, el lobby profesional puede mediar entre los intereses de los gobiernos y las necesidades de grupos importantes de la sociedad, no solo grupos empresariales, para acortar distancias entre el Estado y las soluciones que hay que implementar.
Bien enmarcado en un sistema regulatorio claro, el lobby puede aportar puntos de vista que son importantes para tomar decisiones con un panorama más amplio, que atienda a las necesidades de las personas. Sin embargo, cuando se desdibujan los límites de acción de estos actores, aparece el peligro de falta de integridad del proceso democrático y la equidad en la representación de intereses.
La falta de legislación específica deja espacio para que los intereses de ciertos grupos se impongan, siempre los más poderosos, sin el debido escrutinio público. El resultado son decisiones políticas no reflejan las verdaderas necesidades y demandas de la sociedad.
En Argentina la regulación es escasa, lo mismo ocurre en los distintos países latinos que quedan cortos con sus intentos de regular una acción que no cesa ni cesará. Son pocos los casos que han podido imitar la legislación de Estados Unidos al lobbying, y aun ese ejemplo requeriría de mayor prolijidad para lograr el objetivo de equilibrar la balanza. Ahora se suman las redes sociales que amplían el espacio de puja del poder, con un ida y vuelta imparable de la opinión pública.
Los intereses son indivisibles de la política, por eso, es necesario desarrollar un mecanismo legal que favorezca un lobby controlado, que funcione de manera transparente y equilibre la balanza.