Existe en Argentina y en otros países del mundo una idea generalizada según la cual, ante el surgimiento de un problema social, el Estado debe intervenir para resolverlo. Es razonable afirmar que este sentimiento está siendo puesto en disputa desde hace algunos años en la medida en que posiciones liberales comienzan a ganar terreno en el debate político. Sin embargo, existe también una noción similar pero independiente y no menos dañina que es la idea de que la intervención del Estado garantiza la solución de un problema. Y el problema, naturalmente, es que desde el Estado se pueden tomar decisiones terriblemente equivocadas incluso cuando se tienen las mejores intenciones.
El ejemplo reciente más infame del daño que puede lograr una intervención estatal con amplísimo apoyo del arco político es la ley de alquileres. Mientras aún gobernaba Macri, la ley presentada por Daniel Lipovetzky, diputado de Juntos por el Cambio, obtuvo el apoyo de 191 diputados: nadie se opuso a ella (hubo cero votos negativos y 24 abstenciones).
Llovieron advertencias por parte de economistas que advertían acerca de los terribles efectos que tendría la ley en el mercado inmobiliario, pero no fueron escuchadas por un solo diputado. La oferta de propiedades, con peores regulaciones para los dueños en un contexto de creciente incerteza, se redujo; y los precios de los alquileres, que en términos reales venían abaratándose antes de 2020, de pronto se dispararon al ser indexados a la inflación y a la evolución del salario registrado.
Pero la ley de alquileres no es el único ejemplo reciente de legislación unánime que es contraproducente. En 2020, por ejemplo, los diputados también aprobaron por unanimidad la ley de teletrabajo, pese a que aumenta notablemente los costos para las empresas sin motivo y dificulta la creación de empleo o incentiva el empleo en negro. Ese mismo año, solo un diputado (y ningún senador) se opuso a la ley de góndolas, un proyecto que fue payasescamente presentado por el kirchnerismo como una respuesta a la inflación a través de la solución de un problema inexistente como es la supuesta falta de competencia en las bocas de expendio.
Ya en 2022, la ley de VIH recibió el apoyo de 241 de sus diputados y la oposición de solamente ocho. Esta ley no solamente establece como gratuitos medicamentos que en teoría ya lo son, crea estructuras burocráticas como si las existentes no pudieran ocuparse del asunto y establece jubilaciones de privilegio: el problema más importante que tiene es el efecto negativo no deseado que va a generar. En efecto, un artículo de la ley garantiza a las personas con VIH estabilidad laboral porque prohíbe su despido. ¿Y quién puede pensar que un empleador querrá contratar a una persona con VIH si no lo puede despedir por ningún motivo?
Parafraseando a Frédéric Bastiat, puede advertirse en todos los ejemplos previos una dimensión que se ve y otra que no se ve de las decisiones que se toman en el Estado: lo que se ve es lo que se festeja, la unanimidad, el hecho de que todos por fin se ponen de acuerdo y de que ante las cámaras todos son buenos; y lo que no se ve son los costos y las consecuencias indeseadas pero inevitables de normas que crean incentivos contrarios a los del espíritu de la ley.
La unanimidad que genera el buenismo estriba en el entendimiento de la política como un reparto de autorizaciones y dinero que los legisladores se creen con derecho a delimitar: lo que importa es el acto inicial donde se otorga una dádiva o un permiso, pero a nadie le interesa lo que ocurre después. La satisfacción es inmediata; las cuentas se pagan en el largo plazo.
La enseñanza que estos ejemplos deberían aportar es, en definitiva, que una vez que se decide una intervención estatal deben considerarse todas sus consecuencias, incluidos sus costos. No basta con tener buenas intenciones para producir efectos positivos: y frecuentemente, el buenismo resulta en peores resultados que los que se tenía en la situación inicial. ¿O acaso alguien cree que el impuesto a la renta financiera, apoyado por todos los partidos relevantes en 2017, jugó un rol positivo en la crisis que sufrió el país en 2018? La unanimidad, en fin, lejos está de ser una panacea en la política argentina.
Los ejemplos mencionados más arriba fueron apoyados sin fisuras por el Frente de Todos, lo cual tiene sentido porque el kirchnerismo consistentemente ha presentado proyectos de ley que empeoran la calidad de vida de las personas en el largo plazo. Sin embargo, estos proyectos también obtuvieron un enorme apoyo por parte de Juntos por el Cambio, que se supone que aspira a ser la verdadera oposición al kirchnerismo: por lo tanto, hay algo que a todas luces no funciona. La oposición de la oposición, valga la redundancia, debería verse reflejada en sus acciones con más claridad para que tenga verosimilitud: la alternativa es que terminemos viendo, como ocurre hoy, a diputados opositores que festejan la aprobación y la derogación de una misma ley con solo dos años de diferencia.
Es positivo, en este sentido, que las elecciones parlamentarias de 2021 hayan traído un recambio que novedosamente incluye legisladores liberales, en particular porque sus posturas tienen un reflejo mediático creciente. La oposición de estos diputados y consecuentemente de unos poquísimos halcones de Juntos por el Cambio a la ley de VIH, por ejemplo, fue desproporcionadamente ruidosa en relación a la apabullante derrota que sufrieron en el recinto. Porque sí, perdieron, pero la misma ley probablemente no hubiera recibido ningún voto negativo tan solo un año antes. En pequeños actos como esa oposición puede haber un motivo para el optimismo.