Derribando mitos respecto de los paraísos fiscales: ¿Por qué hemos sido engañados?
Martín Litwak Autor del Iibro Planificación Patrimonial para Celebrities, fundador y CEO de Untitled SLC
Martín Litwak Autor del Iibro Planificación Patrimonial para Celebrities, fundador y CEO de Untitled SLC
De forma interesada y prolija, se ha instalado en la agenda pública la idea de que “off shore” es sinónimo de oscuridad y delito. Para imprimirle una carga más negativa aún, se habla, al mismo tiempo, de “paraísos” fiscales, un término adjetivante que presenta esos territorios como si fueran, además de non sanctos, lugares de dispendiosos divertimentos, pura fiesta de evasión, lujos y vaya a saber qué cosa más.
En definitiva, lo que se quiere transmitir -con éxito-- es que, mientras los pobres, o el común de la gente, se “mata trabajando”, los ricos andan de fiesta, escondiendo su dinero originado , seguramente, en actividades turbias. Quienes quieren presentar las cosas de esta manera mediante engañosas campañas de prensa globales, no son otros que las agencias tributarias de los países de alta tributación y, en general, los gobiernos de aquellos estados. ¿Cómo lo han logrado hasta ahora? o? A través del lobby que realiza la OCDE (las siglas en inglés para la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), el G-20 y otras organizaciones que los nuclean. El ataque a los paraísos fiscales también tiene que ver con la agenda “pobrista” global y ese “odio” hacia los que más tienen.
Sin embargo, la realidad es otra. Los países de regímenes impositivos “off shore”, es decir las jurisdicciones de baja o nula tributación, son una respuesta justa y saludable a la insaciable voracidad fiscal de estados cada vez más grandes, ineficientes y endeudados. Además, son una alternativa frente a la inseguridad jurídica que reina en estos países. ¿Les suena conocido? Las jurisdicciones offshore ofrecen herramientas y sistemas jurídicos de avanzada, que sirven para canalizar negocios lícitos, estructurar patrimonios y proteger activos, entre otras cosas. Y, como toda herramienta, puede ser bien o mal utilizada . El problema nunca es la herramienta, sino el uso que se le dé. Parece una obviedad, pero siempre es bueno recordarlo.
Debe saberse, por ejemplo, que existen más controles para abrir una sociedad offshore que una onshore, es decir, doméstica. Incluso, desde que se conocieron los Panamá Papers se comprobó que, a lo sumo, en el 2% de los casos hubo un mal uso o una actividad delictiva. Créanme que el porcentaje es mucho mayor en países que no califican como offshore.
Sin embargo, entre las grandes potencias persiste el discurso de que las jurisdicciones offshore deben desaparecer. Una idea que se presenta con tintes de moralidad y cierta hipocresía, y que apela a la equidad, la justicia social y otras expresiones que suenan bien, pero que encubren la verdadera naturaleza del asunto. Los paraísos fiscales son combatidos, en realidad, porque -al promover y defender la competencia fiscal y los derechos a la propiedad y a la privacidad de los individuos- ponen un límite a los impuestos que los estados de alta tributación pueden cobrar. En tanto, se consideran un mal ejemplo porque evidencian que un Estado puede subsistir sin cobrar impuesto alguno sobre las ganancias de los individuos, sin tener deuda pública y sin emitir moneda.
Por supuesto que para el lector argentino esto puede ser más fácilmente comprensible porque nuestro país es un caso extremo de voracidad fiscal: tenemos más de 160 impuestos. Solo a modo de ejemplo, en el último ranking Doing Business, que elabora anualmente el Banco Mundial, la Argentina está a la cabeza en el podio de los países con mayor carga fiscal sobre el sector formal de la economía en todo el mundo.
El ranking ordena a las economías, de acuerdo con las facilidades que presentan en su ambiente regulatorio para iniciar y operar un negocio. Pero no hace falta ir a casos tan abusivos. En la actualidad, es habitual ver países ("normales", no como nosotros) que cobran impuestos sobre las ganancias de las personas de alrededor del 30%. A esos impuestos hay que sumar otros como, por ejemplo, el impuesto a las ganancias corporativas y el impuesto al valor agregado. Tan habitual es esto ahora, como extraño habría resultado tan solo cien años atrás.
Simplemente como dato, el primer impuesto a las ganancias moderno fue establecido recién a mediados del siglo XIX (se aprobó en 1841 y, por ende, comenzó a regir en 1842). Tardó más de 100 años en convertirse en un nuevo estándar tributario internacional. ¿Qué significa esto? Que el mundo ha vivido, la mayor parte de su existencia, con muchísimos menos impuestos y, por lo tanto, lo podría hacer otra vez, sin problemas. Otro punto que, maliciosamente, siempre permanece oculto.
La voracidad fiscal consiste en aumentar impuestos a diestra y siniestra para solventar el creciente gasto público y redistribuir la riqueza, no de ricos a pobres, sino del sector privado al público. A esto se e tiene que oponer el mal llamado “contribuyente”: otro eufemismo que encubre la acción coactiva del Estado para financiar su ineficiencia, a costillas del esfuerzo ajeno.
En la mayor parte de los casos, sin embargo, esta oposición es difícil porque los estados fiscalmente más voraces suelen ser, además, los más autoritarios. Por eso, no es fácil hacerles frente. Entonces, es justo agradecer el trabajo que vienen haciendo, hace décadas, las injustamente criticadas jurisdicciones offshore. O, ¿por qué piensan que hay tanto encono de los países de alta tributación hacia estas jurisdicciones? Entre otras cosas, porque su desaparición haría desaparecer, al mismo tiempo, la existencia de la competencia fiscal, a la que le temen como a la peste.
La competencia fiscal puede definirse como el derecho de cada país o jurisdicción a fijar sus impuestos de forma libre y soberana. De esta manera, pueden cumplir con sus objetivos de recaudación y, al mismo tiempo, fomentar o no, determinadas actividades comerciales. Si rige para el mundo de los negocios en general y para los productos de consumo, no se entiende por qué no puede aplicar en materia impositiva: aquí también “la libre competencia” beneficia a los pagadores de impuestos, puesto que los impuestos que pagan no podrán nunca superar determinado límite.
Además, se olvida que muchos de los países que atacan el derecho de otros estados a no cobrar impuestos, o a cobrar tasas bajas, también recurren a esta técnica cuando quieren promocionar determinada industria, sea un cantante de moda o un mundial de fútbol. Todos sabemos que la FIFA no paga impuestos de ninguna clase y que la mayor parte de las estrellas de rock piden exenciones fiscales en los países donde organizan sus espectáculos.
¿Por qué, entonces, los países que integran la OCDE se oponen a la competencia fiscal? La sustancia objetiva de estas discusiones, expuestas aquí sintéticamente, quedan ocultas, sobre todo, por la propaganda interesada que las mezcla deliberadamente con cuestiones morales. Pero no hay, ni debe haber, vinculación alguna entre moral e impuestos.
El origen de los impuestos, en efecto, no debe buscarse en un mandato ético o divino, sino en la simple necesidad de los estados de financiar los servicios básicos, que deben prestar a los pagadores de impuestos. Tampoco existe una relación entre moralidad y dinero. Quien tiene dinero, no por ello tiene menos ética que quien no lo posee.
Decía Confucio: "En un país bien gobernado, la pobreza es algo que avergüenza. En un país mal gobernado, la riqueza es algo que avergüenza". Por supuesto que existe una relación entre impuestos y legalidad, que, por razones obvias, debe respetarse. Por eso, es necesario insistir en la necesidad de que los países latinoamericanos se transformen, algún día, en países con impuestos razonables, y para que se deje así de atacar a los paraísos fiscales. Hay que explicar y explicar. Ofrecer argumentos, datos, ejemplos. En suma, es una batalla cultural. Uno de los resultados deseables de esta lucha de ideas sería, por ejemplo, que estados como la Argentina decidan bajar impuestos de manera sustancial