¿Cómo es que la Argentina se convirtió en el país con los impuestos más altos del mundo?
Matías Olivero Vila presidente de Lógica
Matías Olivero Vila presidente de Lógica
A primera vista, pareciera que los aumentos impositivos sancionados bajo la actual administración nos convirtieron en el país más gravoso del mundo. No es así. Según el Banco Mundial, desde hace más de una década que estamos en el barrio de los países con los impuestos más altos del mundo (sector “en blanco”). El inicio de este proceso hiperfiscalista tuvo origen mucho más atrás, acentuándose especialmente a partir de la crisis de 2001, cuando comenzó la vertiginosa carrera entre gasto público e impuestos, las dos caras de una misma moneda, a la que luego de unos años se sumó un tercer factor, la alta inflación que por una década había desaparecido. Gasto público descontrolado, los impuestos más altos del mundo y la cuarta inflación más alta del mundo, los tres de la mano, generando esta última década de retroceso económico, con caída del 10,9% del PBI per capita, y el actual 39,2% de pobreza. La tragedia fiscal.
Ese proceso, no se dio de golpe, especialmente en el ámbito tributario. Fue paulatino, al estilo de la alegoría de “la rana que no sabía que estaba hervida” elaborada por Marty Rubin y popularizada por Olivier Clerc, quien sostiene que esta alegoría es aplicable a distintos ámbitos. Citaremos a continuación frases de Clerc con la licencia de realizar agregados propios entre corchetes que permiten adaptarla a nuestro ámbito fiscal.
“Este es un experimento rico en enseñanzas. Nos demuestra que un deterioro [del sistema tributario y del gasto público], si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción [de políticos ni jueces], ni oposición [en el ámbito empresario, profesional o periodístico], ni rebeldía [de los contribuyentes]… Cuando una situación es la resultante de una evolución que ha ido desarrollándose en un plazo muy largo, las soluciones de urgencia que tratamos de imponer [como lo son los impuestos y gastos públicos extraordinarios] suelen ser inadecuados si es que a la larga no contribuyen a empeorar esa situación en vez de ponerle remedio… Lo que nos enseña la alegoría de la rana es que siempre que existe un deterioro lento, tenue, casi imperceptible [de nuestro sistema fiscal], tan sólo una conciencia [política, judicial, empresaria, periodística y profesional] muy aguda o una memoria excelente permiten darse cuenta de ello… Una de las razones por las que acaba cocida la rana sin darse cuenta es que no tiene otro termómetro sino su piel [la de su propio sistema fiscal] para apreciar el incremento gradual de la temperatura [o presión fiscal]. Es decir, carece de un patrón referencial fiable que le permita apreciar cómo está cambiando la situación [fiscal]… Lo que hace posible que [el sistema fiscal] se degrade sin suscitar ninguna reacción por nuestra parte, sin duda es la confianza excesiva en nuestras propias valoraciones, necesariamente subjetivas… [Por ejemplo, creemos que Argentina puede funcionar con los impuestos más altos del mundo porque tenemos un país con recursos naturales y humanos extraordinarios que atraerán lluvias de inversiones de locales y extranjeros, lo cual nos hará salir adelante]. El gran peligro del principio de la rana en la cazuela es que, conforme se deteriora [el sistema fiscal], las facultades [de políticos, funcionarios, jueces, empresarios, periodistas y profesionales] que nos permitirían darnos cuenta de ese deterioro también se alteran… ¿Cómo evitaremos caer en la trampa de la rana en la cazuela? No dejando de ampliar y de acrecentar nuestra conciencia. Ejercitando nuestra memoria [fiscal] para que ella conserve los elementos de comparación entre pasado y presente. Por otra parte, acudiendo a patrones fiables [del mundo fiscal] para la evaluación de los cambios, patrones que tendremos buen cuidado de elegir entre los menos sujetos a las fluctuaciones. [Por ejemplo, los rankings sobre carga fiscal formal realizados por entidades internacionales o los estudios comparativos realizados por economistas y tributaristas locales cumplen las condiciones de ese patrón confiable]”.
Existe un patrón común en todo proceso de la alegoría de la rana, a causa de lo imperceptible de los cambios: fallan las alarmas. Cada deterioro pasa por debajo del radar. Dolor, tolerancia, adaptación. Al decir de Paul Samuelson, “no hay peor dolor que el tolerable, porque justamente por ser tolerable no se cambia”.
Fallaron las alarmas de los poderes políticos, los legislativos y ejecutivos nacionales, provinciales y municipales. Tienen la responsabilidad máxima sobre la tragedia fiscal, a todo nivel y signo político que ha gobernado. Pero también fallaron las de todo el resto del “ecosistema fiscal” que ha sido funcional al último puesto.
Fallaron las alarmas de las autoridades fiscales, dictando normas e interpretaciones fiscalistas, verbalizando desde las más altas esferas que lo de los impuestos más altos es un “mito”, en línea con los mandos medios que en sus resoluciones no sólo niegan lo del sistema más gravoso sino también que tenemos 165 tributos.
Fallaron las alarmas de las autoridades judiciales. En un marco de generalizada tolerancia al dislate fiscal, aún los tribunales que han fallado conforme a derecho no lo han hecho con la impecabilidad e implacabilidad que exige el último puesto fiscal mundial. Por ejemplo, años discutiendo el ajuste por inflación impositivo en tribunales, más de 150 fallos de Corte favorables al contribuyente, pero que por haber sido emitidos en “puntas de pie” validaron que no tuviéramos impuesto a las ganancias (reales) en Argentina por dos décadas.
Fallaron las alarmas del empresariado. Si se toman las conferencias anuales que marcan la agenda de los respectivos foros, los bloques sobre temática laboral, tecnológica, exportadora, climática, de política local e internacional, etcétera, han superado con creces –cada uno de ellos- los bloques sobre cuestiones fiscales. Con la paradoja que los proyectos de inversión dejan de hacerse mucho más por razones fiscales (impuestos e inflación) que por todos los otros factores juntos. Esto ha empezado a cambiar en los últimos tiempos.
Fallaron las alarmas de un periodismo que cada mes inquiere a la clase política casi exclusivamente por el índice de inflación, omitiendo preguntas y repreguntas por temas fiscales. Por ejemplo, de impuestos suele debatirse sólo en oportunidad del enésimo impuesto extraordinario. El problema, todos los meses, es todo el trípode fiscal, gasto público, impuestos e inflación, en ese orden.
Más allá de las excepciones de un puñado de economistas que han venido levantando la voz, en general han fallado las alarmas de los profesionales en la materia por aquello que, al decir de Adenauer, “es importante tener razón pero más importante es que te la den”. También fallaron las alarmas de la academia. Porque si estamos hace años en el último puesto fiscal mundial cabe preguntarnos qué estamos enseñando en las universidades.
Y, por último, fallaron las alarmas en los ciudadanos o consumidores. Pero acá hay una cuestión que atenúa la responsabilidad. Porque el sistema legal argentino se ha ocupado de quitarle cultura fiscal, ocultándole los impuestos que paga, tal como venimos tratando en distintas notas y profundizaremos próximamente.
Ahora bien, ¿cómo se deja de ser el país más gravoso del mundo para convertirse en un país con gasto público e impuestos lógicos? ¿El cambio debe ser gradual o súbito? Clerc sostiene que cuando se sale lentamente, “como no tenemos conciencia de esos cambios, sufrimos consecuencias adversas”, ya que al no verse los resultados, surge “el desánimo, el descontento y finalmente el abandono”. Fue lo que sucedió en la administración anterior. Los cambios fiscales proinversión –que los hubo- fueron graduales, aislados, insuficientes (seguimos siendo el país más gravoso durante aquellos años) e inconsistentes (marcha atrás en 2018 con las reformas sancionadas el año anterior). Así, no hubo real conciencia de cambio, ni voluntad generalizada de regularizarse desde la informalidad (la evasión siguió por las nubes), ni “lluvia de inversiones”. Tan solo lluvia de consultas de inversiones abortadas por impuestos que tornaban inviables los proyectos que tocaban. “La inconsciencia [del cambio positivo] resulta perjudicial para nosotros en cualquier caso… El remedio por tanto sigue siendo el mismo: conciencia, conciencia y más conciencia”. Y para ello la lógica en el gasto público y en los impuestos debe venir como resultado de un proceso de shock en ambos campos.
Todo sea por no tropezar dos veces con la misma piedra gradualista. Nadie dice que será fácil ni que no implica riesgos. Sí que es imprescindible y que es la única salida.
*Por Matías Olivero Vila, presidente de Lógica